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¿Cómo se atreve a rebasarme este…?

Era una mañana perfecta para estar en la carretera. El Sol estaba aún recién salido, la temperatura marcaba 12 grados centígrados afuera y 22 grados dentro del vehículo. El teléfono conectado en el muy buen sistema de sonido me proporcionaba una agradable música de fondo. Además, estaba al mando de una de las mejores camionetas para la carretera, una Chrysler Pacifica, la mejor minivan del mercado. Estaba tranquilo, había acabado de desayunar muy bien y no tenía ninguna prisa para llegar a Guadalajara desde la Ciudad de México. Pero esa tranquilidad cambió a un estado que pudo haber terminado muy mal, lo que por fortuna no ocurrió.

En un determinado momento, conduciendo dentro del límite de velocidad de la autopista, es decir, entre 100 y 110 km/h, eventualmente era rebasado por uno que otro vehículo y no me importaba, como debe de ser. Hasta que de repente, veo por el retrovisor que me rebasaba un vehículo que pensaba que era una Toyota Avanza. Fue cuando mi lado primitivo, infantil e inconsecuente se dejó ver. “Espérenme tantito, está bien que vaya yo despacio y esté al mando de una miniván, pero ser rebasado por una Avanza, es demasiado”. Acomodé el cuerpo, entrecerré los ojos, agarré el volante con más fuerza y me propuse a quitar de encima esa humillación —que solo existía en mi mente distorsionada, claro— de ser rebasado por una… bueno, no era una Avanza sino una Suzuki Ertiga, lo que para efectos de desempeño en carretera y el sentimiento de vergüenza que traía, era lo mismo.

Como estábamos por llegar a una caseta de cobro, esperé a que ambos pasáramos y como yo uso un TAG, el aparato electrónico que permite pagar el peaje sin efectivo (ampliamente recomendable), salí antes de ella y listo, ya me sentí mejor.

La carretera no es un autódromo

Pronto la pequeña Suzuki, manejada por un hombre que no tenía compañía en ese momento, me volvió a rebasar. Intenté convencerme que eso no era importante, que no me hacía menos y que en realidad ser superior en ese caso era dejarlo ir y seguir feliz, disfrutando otra vez el buen manejo, confort, lujo, potencia y silencio de la Pacifica. Pero no. Mi lado primitivo volvió a ganar la lucha contra la sensatez. Ahora no solo aceleré para rebasarla, sino que subí el ritmo a punto de ya no verla en el retrovisor y mantuve ese ritmo por un buen rato.

Por algún estúpido motivo me sentía bien. Haber salido de una situación de confort y relajamiento para adoptar una actitud competitiva que me hizo aumentar mi ritmo y circular a mayor velocidad, elevando la posibilidad de provocar un accidente que me podría dañar a mí y a otros debería hacerme sentir muy mal, pero fue al revés.
Más tarde en la casa, ya completamente relajado, disfrutando de la compañía de mi esposa y de un buen tequila, me di cuenta de lo absurdo de todo esto. Me sentí provocado por alguien que no quería provocarme, solo manejaba su camioneta más rápido y por lo tanto, más peligrosamente que yo. Transformé en competencia algo que para nada lo es.

No fue la primera vez que me pasó, aunque espero haya sido la última. Y sé que no soy el único al que le ha pasado esto, de ahí haber decidido contar públicamente esta historia, con la esperanza de que tu que me lees no seas tan tonto como yo lo fui y entiendas que una autopista es solo una vía de comunicación, no un autódromo. El objetivo ahí es llegar bien, no llegar antes. En ella circulan muchas personas y familias que solo quieren arribar sanas a su destino y seguir con su vida sin que una actitud nada inteligente de alguien como yo amenace su tranquilidad.

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