La posverdad es más que una mentira envuelta en verosimilitud. Es más que un relato que la sociedad acoge porque necesita respuestas. Explicaciones. La posverdad es tan efectiva -y dañina a la vez- porque tranquiliza. Normaliza lo que tendría que ser anormal. “La culpa es de los mexicanos delincuentes que roban los trabajos y asesinan a los americanos”, la posverdad trumpiana. Frente a un mundo de angustias, inseguridades y ansiedad, en donde los viejos consensos se diluyen entre nuestras manos, la posverdad nos sirve de dulce refugio. Nos confirma que estamos a salvo.México vive una tragedia por sus miles y miles de desaparecidos. 34 mil 265 mexicanos que no pueden ser localizados por sus familias y amigos. 65% tienen entre 15 y 39 años. La mayoría son hombres (3 de cada 4). Y en Jalisco, de acuerdo con los últimos datos consultables en el Registro Nacional de Personas Desaparecidas, tres mil 60 ciudadanos que están ilocalizables. El número de desaparecidos en México es comparable e incluso supera a países acechados por prolongados conflictos bélicos, guerras civiles o cruentas dictaduras. Las desapariciones afectan a todos: jóvenes pobres y ricos, estudiantes universitarios y jefas de familia, profesionistas y obreros, políticos, delincuentes y extranjeros. Y uno se pregunta, ¿por qué los desaparecidos no indignan lo que indigna el gasolinazo? ¿Por qué más de 34 mil mexicanos en esa situación no suponen una movilización social clamorosa que exija respuestas contundentes a las autoridades?Hay varias explicaciones. En este texto abordo una: el discurso político. Desde que Felipe Calderón, de forma irresponsable, decretó que no había otra salida al problema de la violencia en México más que comenzar una guerra abierta y frontal contra el narcotráfico, las autoridades responsables de explicar el desastre provocado tuvieron que buscar toda clase de estratagemas para contar la realidad. En un plazo de tres años, la tasa de homicidios se triplicó, aparecieron fosas comunes por todo el país y las personas desaparecidas se multiplicaron. Al principio, fueron tratados como daños colaterales -hasta normales- de la “valiente” apuesta del Presidente por combatir a los criminales.Así, el calderonismo comenzó a tejer su historia. Las muertes son un indicador de nuestro avance. Pero, rezaba el discurso: no te preocupes, los únicos que mueren asesinados son los malos en la historia. Los “lumpen”: narcotraficantes, policías infiltrados, jóvenes con adicciones, narcomenudistas, secuestradores, extorsionadores, políticos corruptos. Dicho relato, que nunca tuvo base empírica ni sustento en los datos -como probaron académicos como José Merino-, se interiorizó en amplios segmentos de nuestra sociedad. Se universalizó esa temible frase que se repite como mantra: ¿lo mataron? Pues seguro que andaba en malos pasos. El relato es a la vez perverso y eficaz por dos razones: le quita presión al Gobierno para realmente investigar los homicidios. Si parece un pato, nada como un pato, y grazna como un pato, entonces probablemente sea un pato. A las fiscalías y procuradurías no les interesaba resolver los casos, sino que el tribunal de la opinión pública diera su veredicto: eran criminales y, por eso, murieron. Como lo ha demostrado el doctor Guillermo Zepeda Lecuona, la capacidad de investigación de homicidios en México no supera un tope máximo en el tiempo, sin importar si son 15, 20 o 30 mil por año. Esto habla de que el Estado mexicano y los gobiernos locales nunca se interesaron en construir la infraestructura mínima para esclarecer los casos de asesinatos.Y la segunda: el relato brinda una falsa paz social. Es como si viviéramos en dos mundos separados. En dos Méxicos distintos. Uno, el salvaje, compuesto por criminales, policías corruptos y autoridades infiltradas, en donde los homicidios son moneda corriente. Los 30 mil homicidios que ocurrieron en el país durante 2017 ocurren en ese México bárbaro e infernal. Sin embargo, hay otro México, el de las familias buenas, trabajadoras y responsables que está blindado frente a la violencia. Un país maravilloso en donde un estudiante no puede desaparecer, una mujer no puede ser levantada y en donde no corres ni el más mínimo riesgo de morir asesinado. Mientras te mantengas lejos de la criminalidad, ¡A ti no te va a tocar!Como sociedad nos creímos ese relato como proveedor de paz. Nos tranquiliza. No importa si los datos dicen otra cosa. El discurso de “se matan entre ellos” o “sólo te desaparecen si te metiste con ellos”, sirve como una especie de mecanismo de protección. Nos permite levantarnos todos los días con la seguridad de que no le pasará nada a mi hija de camino a la escuela o que mi hijo adolescente no corre ningún riesgo si se junta con “niños bien”. Es un mecanismo de protección porque muy dentro de nosotros sabemos que nos estamos mintiendo. Como el texano que cree que todos los males que afectan a su tierra son producto de los mexicanos tramposos y proclives a la delincuencia. Él sabe que se miente, que se engaña, pero prefiere vivir así. Nos da paz, tranquilidad, certidumbre y seguridad.Sin embargo, lentamente, dicha narrativa comienza a perder eficacia. Lo vimos en Jalisco durante estos días: la desaparición de cinco estudiantes sacudió las entrañas mismas de esa dosis de falsa paz que nos recetamos todos los días. Más de algún chavo o más de alguna familia entendió que en un contexto como el que vivimos, la violencia nos puede tocar en cualquier momento. Que no podemos seguir mintiéndonos con aquello de que estamos a salvo, porque sólo los delincuentes se matan o se desaparecen entre ellos. El derrumbe de ese relato interesado es producto de la concientización de muchísimos estudiantes universitarios que entienden su papel en este momento que vive Jalisco. Y no están dispuestos a tragarse las explicaciones de siempre. Estamos frente a un antes y un después en la lucha por encontrar a esos miles de jaliscienses desaparecidos. Y lo primero es reventar esa burbuja de falsa paz tan rentable para los políticos y tan mentirosa para las ciudadanos.DR