Sentado en una silla colocada junto a la cortina de su local, José cose a mano un pantalón color beige.Por las mañanas se sienta en el mismo lugar para leer el periódico y por las tardes espera a sus clientes mientras ve el televisor.Su nombre es José Ángel Tomás Vázquez. A sus 82 años calcula que es uno de los 50 sastres que aún quedan en la Zona Metropolitana de Guadalajara (ZMG).Originario de Tamazula, Jalisco, llegó a Guadalajara a los 12 años, cuando comenzó a aprender este oficio para ayudar al sustento de sus padres y sus ocho hermanos.José todavía hace trajes, aunque no en grandes producciones como hace 50 años, cuando hacía un traje diario y cuando hasta los albañiles podían darse el gusto de pagar por uno hecho a la medida. “Para estrenar en fechas especiales, como Navidad”.Ahora, dice, lo hace solo para quienes tienen dinero y para quienes no encuentran su talla en las tiendas departamentales.“La pura hechura de un traje la cobro en seis mil pesos, más el costo de las telas. También me pongo a remendar o a subir bastillas, por esas cobro 100 pesos. Ya nada más tengo como 10 clientes que toda la vida usaron trajes y todavía se mandan a hacer. Son pocos pero están impuestos a sus gustos”, dice.Él cose en una máquina de pedal que controla de manera hábil. Corre el hilo del carrete por los orificios de la cosedora y la aguja sin obstáculo alguno y une las piezas a través de puntadas que no le piden nada a un aparato industrial. No se le va un hilo, ni se le tuerce la tela. Cuando las piezas salen de la máquina pareciera que estuvieran unidas desde siempre.José cuenta que años atrás quiso poner un taller donde enseñaría a otros jóvenes como él a ser sastres. Consiguió un lugar grande, buscó maestros que pudieran compartir su experiencia como él quería hacerlo y convocó a los pupilos que comenzarían con sus clases.Pero los maestros “le jugaron chueco”: se llevaron a los aspirantes a sus sastrerías y lo dejaron sin clases y sin pupilos.José lamenta que hoy la ropa sea desechable, que las personas se dejen llevar por el precio y no por la calidad. También teme porque su labor pueda desaparecer. “Mi profesión, mi oficio, se está acabando. Ya somos muy pocos. Antes un traje les podía durar para toda la vida, ahorita se compran un traje para dos, tres puestas”, dice.