Sábado, 22 de Marzo 2025

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La ciudadela interior (I)

Por: Alonso Solís

La ciudadela interior (I)

La ciudadela interior (I)

Los griegos creían que una de las mayores ventajas de vivir en democracia es el derecho a gozar de una vida privada. En efecto, en un régimen de igualdad (isonomía) y libertad no hay obligación jurídica de participar en la vida pública, de ser social o político o de subordinar los afanes personales a la pólis. Bajo el gobierno del dêmos, el ciudadano es libre para dedicarse a sus proyectos privados: la crianza de los hijos, la investigación científica, el ejercicio de la filosofía, la creatividad artística, el cuidado del alma.

Como sostuvieron los antiguos teóricos de la ciudad-Estado, hay una forma de autorrealización en participar cívicamente, en gestionar la comunidad, en ejercer la palabra en la plaza pública (agorá). Hoy pareciera, sin embargo, que la única felicidad disponible es la vida pública y social. No sólo hemos olvidado que la vida privada acaso sea superior a la pública; hemos olvidado también la existencia misma de una esfera íntima y privada del individuo. O, tal vez, ésta ya haya desaparecido, como consecuencia indeseada de la revolución digital.

Mario Vargas Llosa se muestra tajante al respecto: “La desaparición de lo privado, el que nadie respete la intimidad ajena, el que ella se haya convertido en una parodia que excita el interés general y haya una industria informativa que alimente sin tregua y sin límites ese voyerismo universal, es una manifestación de barbarie. Pues con la desaparición del dominio de lo privado muchas de las mejores creaciones y funciones de lo humano se deterioran y envilecen, empezando por todo aquello que está subordinado al cuidado de ciertas formas, como el erotismo, el amor, la amistad, el pudor, las maneras, la creación artística, lo sagrado y lo moral”. 

Hannah Arendt añadiría que la tentativa de disolver la dimensión privada e íntima de la vida humana —aunada a un creciente estado colectivo de zozobra, soledad y abandono— constituye un signo inequívoco de que la sociedad se adentra en las antípodas de la democracia: el totalitarismo. Paradójicamente, la disolución de lo privado es un efecto del ideal de transparencia, comunicación digital y completa interconexión promovido por las democracias contemporáneas. Todo debe mostrarse en la Internet, aun lo privado y más íntimo.

Las llamadas redes han desatado una pandemia de adicción a la aprobación de los demás, al aplauso público permanente y al estatus sociodigital. ¡Hola! Estoy comiendo en un restarurante de moda. Mírenme: hago cardio. Hoy toca shopping. Soy un hombre exitoso. Nadie puede negar que sentirnos cobijados, parte de un grupo, sea una profunda necesidad de nuestra especie, gregaria a carta cabal. No obstante, la Internet, junto con el mercado y la sociedad del espectáculo, ha llevado esta necesidad hasta límites patológicos. 

En la era digital, es fácil perder nuestra alma: nuestra personalidad moral más íntima. El personaje social o público que meticulosa y calculadamente diseñamos acaba por tragarse a nuestro yo auténtico. En una época en que la vida pública y política es cada vez más asfixiante —los síntomas: simulación, frivolidad, intolerancia, hipocresía— es en la esfera privada donde a menudo gozamos de mayor libertad. Sólo allí podemos sincerarnos y decir lo que realmente pensamos; perder el miedo a ser “cancelados” y escapar del maniqueísmo de la identity politics y de la corrección política; recogernos y meditar y leer y mirar una película y conversar con un ser querido; y, finalmente, romper la corteza de las convenciones e ignorar lo que justo en este momento están haciendo los demás.

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