Viernes, 22 de Noviembre 2024

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Horizonte de volcanes

Por: Martín Casillas de Alba

Horizonte de volcanes

Horizonte de volcanes

La verdad es que no se cansa uno de admirar el paisaje, mucho menos si se tiene enfrente un horizonte de volcanes, allá, al fondo, tapizados de verdes frondas, circunscritos por nubes que juegan como les da la gana, tal como las vimos hace un par de semanas ese día que amaneció despejado y nos permitió ver el pezón del volcán y su modesta fumarola tempranera, aunque el resto del día estuvo apacible, sin protagonismo, mostrando su majestad.

Uno puede ver ese horizonte todo el tiempo que sea, seguir el movimiento de las nubes, ver volar a los pájaros que van escribiendo por los cielos con esa tan singular caligrafía, tratando de oír el paso del viento, por tandas, cuando cruza los árboles fijos e inmutables como el amor, ‘la marca inamovible que observa las tormentas y nunca se estremece; la estrella para todos los que gritan errabundos...’, como decía Shakespeare.

Son los bosques que ocupan el llano grande, como le llamó Juan José Doñán a su libro en donde fue recorriendo todo ese paisaje en bicicleta, reconociendo los pueblos que tal vez le sirvieron a Juan Rulfo de inspiración, entre los liquidámbar, los pinos y los magueyes que, antes de morir, lanzan su flor-mástil para alcanzar el cielo y dejar pasar el viento, estoico, antes volver a ser parte de la tierra.

Lo mejor de los días de ocio son las caminatas por las brechas que nos llevan de El Ranchito, donde nos hospedamos en la casa diseñada por Francisco Ugarte, al nororiente, subiendo y bajando hasta llegar al Divisadero del aire, para volver a disfrutar de la obra en colaboración del arquitecto Juan Palomar y el artista Jose Dávila.

A mitad del camino nos detenemos para recuperar la respiración y ver un enclave de tierra erosionada, muros de tierra roja, ‘¿los terrones?’, caballeros medievales que, pálidos, varían su colorido desde el amarillo al rojo cobre, como el color de la tierra en esta zona.

Un día caminé con Salvador Laborde y observamos la naturaleza en detalle para descubrir cómo es que nacen entreveradas las hojas del

Liquidámbar, como las vimos de cerca en el vivero de los árboles; otro día, lo hice al lado de Fátima Corcuera hablando de la condición humana y cómo imaginar un libro en donde pudiéramos ayudar a los enamorados para que tengan la capacidad de considerar los defectos de su pareja y los extrapolen hacia el porvenir, para ver si pueden evitar la catástrofe, reconociendo los síntomas iniciales como si fuera el papaloteo de esas mariposas que terminan por producir una hecatombe en medio del caos.

Eso es todo. De eso se trata. Caminar por la vida con los pies en la tierra, disfrutando de la plática y de la Naturaleza, mientras vemos cómo se derrumban otros a nuestro alrededor.

Preferimos el horizonte de volcanes y el verde del tiempo de aguas como las que caen del cielo con singular alegría para luego, contrastar ‘los terrones’ desnudos, huellas del viento y del tiempo inclemente, con el verde de los bosques que nos rodean.

Por la noche volvió a llover. Se estuvo oyendo el borbotar del agua durante largo rato... Los vidrios de la ventana estaban opacos, y del otro lado, las gotas resbalaban en hilos gruesos como de lágrimas, como lo escribió Rulfo en Pedro Páramo.

En casa, me senté para ver el paisaje con el alma apacible entre la trasparencia del aire, escuchando el viento del Oriente y, por la noche, los relámpagos de septiembre, artificios celestes en la secuencia del día y la noche, perfecta armonía y ritmo trotador.

Sobre la tierra todos los amaneceres son los mismos. Las nubes tapan el brillo de la luna. Han caído algunas gotas de lluvia y la tierra huele a tierra mojada... dice Rulfo en “Vuelvo”, tomado de sus cuadernos. ¡Ah, qué bien... huele a tierra mojada!

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