Comencé a usar el transporte público sin mis papás o algún adulto cuando tenía 11 años. Era usuaria regular de la desaparecida Ruta 62, que recorría toda la Calzada Independencia. Íbamos mi hermana (un año menor) y yo, solas. Las reglas eran sencillas: no hablar con extraños, no dormirnos en el camión, procurar ir cerca del chofer para decirle dónde queríamos bajar o pedirle a alguien que timbrara por nosotras y, en el peor de los casos, gritar desde atrás ¡bajaaaaaaaan!En la secundaria ya sabía que la mochila en la espalda servía para evitar que algún fulano se te pegara por detrás en el camión, que a codazos evitabas que los tipos estuvieran muy cerca o que un alfiler en la mano era una muy buena y discreta “arma” para que se retiraran. Y cuando nada de eso funcionaba, lo que seguía era decirle a quien viniera a un lado -sacando coraje del miedo- en voz alta: “¡Cuidado que este señor se viene repegando mucho!”; de inmediato lo volteaban a ver feo y se quitaba o, de plano, no le quedaba de otra al tipo que bajarse del camión.A la salida de la escuela, por la noche, ya sabía que había que regresar siempre acompañada de alguien que fuera “por el rumbo”, pero nunca había que caminar sola. Aún así no me salvé de que se detuviera al lado en la calle, en moto o automóvil, algún depravado bajándose el cierre del pantalón y mostrando los genitales; en esos casos, no había que mostrar miedo sino asco y coraje, aguantar hasta las ganas de llorar y gritarle e insultarlo para que la gente volteara a verlo.En la preparatoria, una amiga y yo tuvimos que escondernos alguna vez de un fulano que nos había estado siguiendo hasta donde abordábamos el camión. Ese día nos espantamos tanto que casi nos metemos debajo de un automóvil estacionado para que no nos hallara.Como parte de su programa insignia “Ciudades y Espacios Seguros para mujeres y niñas”, ONU Mujeres realizó un estudio para evidenciar y eliminar la violencia sexual que sufren las mujeres en el transporte público, así como en los espacios que cruzan en sus trayectos. El organismo internacional levantó una encuesta entre usuarias del transporte público de la Ciudad de México, en el 2017, y algunos de los actos violentos que señalaron las mujeres iban desde los piropos obscenos u ofensivos de carácter sexual, palabras ofensivas o despectivas sobre su persona o sobre las mujeres, que les susurraban cosas incómodas al oí́do, les miraban morbosamente el cuerpo o alguna vez las tocaron sin su consentimiento y hasta que alguien les haya mostrado los genitales o se haya tocado o masturbado delante de ellas.Estudios como ese dejan en evidencia que trasladarse en transporte público sigue siendo un grave problema al que se enfrentan a diario miles de mujeres y jovencitas; que aún faltan políticas públicas locales desde una perspectiva de género y nos recuerdan que “la violencia no es un problema de las mujeres, sino de la sociedad en su conjunto, es inaceptable y se puede evitar”, como señala en el documento ONU Mujeres México. Y que a la par de esas políticas públicas faltantes también debe ir la educación, para lograr esos cambios que tanta falta hacen en nuestra sociedad.