
La telefónica

La telefónica
En la década de los sesenta del siglo pasado, tener una línea telefónica, sobre todo en casa, era un verdadero privilegio. La Compañía Teléfonos de México, S.A. contrataba, pero no instalaba las líneas porque no se tenía la infraestructura requerida.
Se privilegiaba la instalación a las oficinas de Gobierno, a sanatorios, escuelas, y consultorios médicos. En algunas tienditas de abarrotes, podíamos hacer nuestras llamadas y también recibirlas.
Cuando era niño, parte de mi tiempo libre iba a trabajar a una tiendita, vaciando corcholatas del depósito de las viejas hieleras que almacenaban refrescos y cervezas, acomodando los cascos o envases, barrer y estaba al pendiente de que alguien le llamara a un vecino para avisarle que tenía una llamada.
Se cobraban 20 centavos por cada tres minutos y, en el caso de recepción de llamadas, igual y a mí me daban cinco centavos o a veces 10 por haber ido corriendo a avisar al interfecto.
Para llamar de larga distancia, se marcaba el 02. Era una maravilla porque, años atrás, cuando estaba todavía en activo la compañía Ericsson y junto con Mexicana daban el servicio, se descolgaba la bocina, contestaba una operadora y procedía a hacer en enlace, tanto en llamadas locales como nacionales e incluso internacionales, todavía no aparecía la larga distancia automática nacional.
Cuando se hacían las estas llamadas, se debía especificar si era con tiempo y costo, o por cobrar, en cuyo caso el cargo de la llamada se hacía al titular del teléfono del destino.
No faltaron los aprovechados que engañaban al de la tienda y decían que habían pedido la llamada por cobrar cuando no era así. Entonces se empezaron a poner candaditos en los discos de marcación del aparato y santo remedio, porque el tendero tenía que hacer la llamada. Se perdió la confianza por el abuso.
En la Avenida Juárez, esquina Donato Guerra, se encontraba el edificio de la telefónica; por la calle Donato Guerra se ingresaba a un espacioso lugar donde estaban en un mostrador cuatro o cinco operadoras, había cabinas telefónicas y sillas de espera.
El usuario le pedía a la operadora que le “tramitara una conferencia telefónica” especificando la persona con la que quería llamar, el número de teléfono y la ciudad o si se necesitaba de un mensajero por tratarse de un teléfono cercano, y se pasaba uno a sentar a esperar el aviso de que la llamada estaba lista y ya se pasaba a la cabina telefónica; si la llamada se pagaba aquí, la operadora nos indicaba el costo y, si era por cobrar, no tenía costo alguno por el servicio porque corría por cuenta del destinatario de la llamada.
Todavía a principios de la década de los setenta estaba una Central Telefónica adicional en la calle Morelos, entre Tepic y la Avenida de las Américas, y prestaba el mismo servicio que la del Centro y contribuía al desahogo de la saturación que existía, porque no había líneas telefónicas particulares suficientes para satisfacer las necesidades de una creciente demanda.
Cuando surgieron los teléfonos públicos de alcancía, que depositando 20 centavos tenía uno habilitado el servicio por tres minutos, y además con las llamadas automáticas vía LADA, y aparecieron las tarjetas para evitar el vandalismo de raterillos que vaciaban las alcancías, acabaron por cerrar las Centrales Telefónicas, dejando tras de sí innumerables historias y vivencias.
El edificio de la Central Telefónica de Juárez y Donato Guerra tiene una historia excepcional, pues es un edificio que se movió 11 metros de su sitio original. Sí, leyó usted bien, se movió el edificio.
Esto sucedió en el mes de octubre del año 1950, gracias al talento del ingeniero Jorge Matute Remus, quien empleando rieles, rodillos, gatos hidráulicos, seguros de piso, trasladó el edificio de Sur a Norte, deslizándolo con una suavidad tal que los mismos empleados manifestaron no haber sentido movimiento alguno, pues con cada impulso de los operarios se movían ocho décimas de milímetro, por lo que el movimiento era casi imperceptible; se hizo con todo y empleados, nunca se interrumpió el servicio, y para seguridad, confianza y asombro, el ingeniero Matute Remus pidió a su esposa que estuviera en el interior del edificio durante la operación; la efigie que podemos ver hoy día en el edificio por la Avenida Juárez de un hombre que simula empujar con una mano el edificio es del artífice de esa proeza.
Bueno, por hoy es todo. Nos volveremos a encontrar en estas páginas de EL INFORMADOR el próximo sábado si Dios nos presta vida y licencia.
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