Jueves, 26 de Diciembre 2024

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Diario de un espectador

Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

Diario de un espectador

Atmosféricas. Del mar las marquesas. Rompe la luz y todo se vuelve nuevo, dos increíbles pájaros rojos se recortan sobre un azul irrepetible. La bahía de las Banderas se despliega como un inmenso llano de olas nimbadas de plateado y recibe a quien llega con un abrazo que reconstruye y edifica. El camino amarillo lleva a una casa que esconde a un caracol que guarda una botella de tequila que expone, con orgullo, los pechos esplendorosos de la reina de todas las Españas. La selva hierve dulcemente y un tlacuache o dos van de su corazón a sus asuntos. Cerca, una casa toda en sfumato sigue su curso, y busca afanosamente la visión de unas islas que la rediman: algún escorzo, una torre de gaviero, un mástil…

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Navegan las islas Marietas sobre las aguas insomnes, temblorosas en la distancia donde ahora levitan. Un mínimo archipiélago de perlas que nació del insondable transcurso de las edades y que hizo fructificar a la bahía toda. Hacia allá es la ceñida del velero y las marquesas ríen y bailan a la sombra del velamen. El lienzo maravilloso de la Punta de Mita discurre a estribor, salpicado lastimosamente de abismales construcciones, como brochazos ineptos de arquitectos lamentables. Y luego aparece el prodigio: seis, siete ballenas, fulgurantes en su piel eléctrica, emergen de repente. Los fragmentos visibles de sus cuerpos componen sobre el azul una teoría de gracias y destrezas que jamás ojos humanos parecen haber entendido. Más cerca, el sonido de su respiración es como de trompetas en sordina que emiten llamadas cósmicas y urgentes. Todas las marquesas guardan un ferviente silencio, y alguna de ellas se imagina ciertas imposibles sevillanas que ahora los cetáceos ejecutan al paso. Chesterton resuena, mientras los tripulantes oscuramente se saben salpicados de una espléndida enfermedad, la enfermedad de la perla. Es así que la expedición, cayendo la tarde, torna al puerto y cada quien, sin nada decir, se sabe bendito, contagiado por siempre, confirmado en la amistad y el temor del mar, poseso de la ciega fidelidad de la perla que centellea en el corazón.

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Travesía Maraica. Toda la latitud de la bahía es preciso cubrir para llegar al paraíso subvertido. La panga surca el océano mientras cierta princesa, muy ajena, sobrelleva en otra estación los fríos teutones. Una pequeña ensenada rocosa, dos playas como de juguete, unas casitas que juegan a robinsón, una segura revolcada en el incierto desembarco. Y una pequeña pero excesiva multitud que piensa seguramente que llegó a Ibiza y sus músicas bastardas. Esa gente se las arregla para echar a perder un paraje que soportaría, tal vez, la presencia apenas de una decena de cuidadosos visitantes que supieran entender el tenso silencio que las olas entregan a la mitad de su canto vertiginoso. Regreso nocturno, la operación centurión progresa entre el batir de palmas, su principal operador ejecuta los pasos con eficaz fraternidad. Desfilan las luces del antiguo puerto de las Peñas, de tanto edificio insensato. Atrás, la silueta de la Sierra Madre tranquiliza el ánimo: cualquier año, con un leve movimiento, echará al mar a tanta basura que a sus pies prolifera. Las estrellas miran hacia abajo. La noche toledana prosigue, y una marquesa rubia, y otra morena, hacen pareados en el aire suave e instantáneamente enamoran a quien las mira. La otra marquesa, la mayor, apacienta las almas con su belleza incombustible, y enciende, incansable, la alegría.

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El jardín de Ingrid es infinito. Comienza en el valle y por misteriosas vías se extiende rumbo a la sierra, encara también el mar. Los palmares dicen por siempre adiós, con dos ondulaciones cortas y una larga, como la princesa del viaje enseña pacientemente a hacer. Las sorpresas se suceden, plantas de pura milagrería salen al paso, un jardín botánico imaginario se aparece al conjuro de las explicaciones del proyecto que hace su dueña. El doctor amatleco que sabe de corazones reparte su bonhomía. Dos, tres árboles señalados, una tarea que pudiera tener los dones de la maestra de dibujo, el humo que envuelve un patio hospitalario, la vigente costumbre de rezar distraídamente ante la belleza en llamas.

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San Sebastián como de plata, envuelto en la noche cerrada, recibe a la comitiva que ya en el portal de Mascota encontró el inicio del cante y de las danzas. El pueblo guarda, por inmensa ventura, su inocencia y su gracia. Una cantina a la vera de la plaza es como una fogata de júbilo, una cenaduría apacible entrega luego sus viandas sencillas y esenciales. Después, sierra abajo, rumbo al mar innumerable. Cabecean las marquesas, y luego, muy alertas, consideran lo que por breves días habrá de ser su dominio. Preparan sus armas arteras, aprestan todo el filo de su gitana belleza, sonríen, impasibles.

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Juan José Doñán, gambusino cibernético, entrega este muy bonito hallazgo:

En nadie que fui me vi pasar

Alguien de mi generación compañero

de mis años párvulos,

que, como yo, no sé por qué no ha muerto,

cruzó hoy la calle

conduciendo un viejo Chrysler.

          Aunque no había vuelto a verlo desde entonces,

reconocí el perfil de casta familiar.

El perfil desfigurado por la agresión del tiempo.

Derruido por la constante agresión del tiempo.

          Sin embargo, gracias al pasar fugaz

de esa deteriorada fisonomía,

recordé ¿por un segundo sería? en mi memoria

(la memoria que guarda todo intacto), recordé

recobrándola la faz de mi infancia.

          De su paso quedó un fulgor, un haz de rayos.

Un halo pálido de prímulas

sin despuntar, en inicial pudor de abrirse.

          En un día cualquiera, un don inefable.

          Siempre algo así puede pasar un día cualquiera.

Carlos Martínez Rivas

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Desde las estepas de Kazajistán las luces de la casa apenas y se pueden ver, tan lejanas. Leonard Cohen canta: ¿Es esto lo que querías? ¿Vivir en una casa asediada por los fantasmas tuyo y mío? Pero amanece.

jpalomar@informador.com.mx

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