Hacía calor al mediodía. Un calor inoportuno para estas alturas del invierno, y del que no quedaría rastro unas horas más tarde, cuando el frío comenzara a rasguñar las calles de la urbe. Pero había calma en Zapopan para ser sábado, y a esa hora del día. La gente paseaba, se tomaba fotografías bajo los lazos de papel picado, regateaban en los puestos de pulseras y artesanías, se descubrían las cabezas para entrar a la Basílica, bajaban y subían a la estación del Tren Ligero. Un joven, tomado de la mano de su novia, dijo que alcanzó a ver, arriba en el vagón del tren, al volcán de Tequila en algún lugar lejano, al otro lado del cielo. Ella no le creyó. Hace años que Zapopan perdió ese aire de pueblo: abrazó la modernidad, derrumbó sus fincas antiguas y fincó sus enormes llanos, pero muchas cosas no cambian, y en el centro del municipio, ese puñado de calles circundantes a la Basílica, se conservan todavía los aires de hace muchas décadas, ese sentido barrial, ese lenguaje cotidiano que se resiste a lo efímero de nuestros tiempos. A unas cuantas cuadras del santuario mariano, en la esquina de las calles Ramón Corona y Vicente Guerrero, existe un pequeño local en cuyos recintos a media luz se respira todavía ese aire del Zapopan viejo, de la Guadalajara antigua, del Jalisco que fue.Es un lugar minúsculo, pero donde caben todos, acogedor, una cantina de barrio, y que perdura porque conserva todavía la esencia que la vio nacer hace más de un siglo: se trata de El Barrilito, la cantina más vieja de Zapopan. El Barrilito abrió sus puertas en algún día impreciso allá por 1904, y con sus 120 años, es la segunda cantina más vieja de la Zona Metropolitana de Guadalajara tan sólo por detrás de la Sin Rival -que ha atendido desquehacerados felices desde 1898-. El Barrilito ya existía cuando Porfirio Díaz seguía gobernando México con sus mandatos persistentes, cuando a Zapopan se llegaba por medio de tranvías arrastrados por mulas, cuando en lugar de la avenida Patria transitaba el cauce del río Atemajac, alimentado por los entonces abundantes manantiales de Los Colomos. Zapopan, a principios del siglo XX, no era nada más que su basílica portentosa y unas cuantas fincas de adobe desperdigadas entre los llanos despeinados por el sol: una soledad del tamaño del horizonte. El Barrilito, con su siglo y dos décadas de existencia, ya estaba ahí cuando el municipio no era nada más que eso, un pueblo a casi una hora de distancia del Centro de Guadalajara, y la cantina se consolidó como una tradición de barrio que ha atravesado las generaciones y los años, y que permanece como un astro caído entre las calles que cambian a diario, un refugio contra lo moderno, un refugio para el ayer. Salvador Padilla, el hombre encargado de la barra, tiene 69 años, 25 de los cuales pertenecen a El Barrilito. Es menudo y de conversación fácil, prepara las bebidas sin mirar, y tiene una sonrisa tímida contraria a su carácter, pues cuando la situación lo ha requerido, él mismo ha sacado de la cantina a borrachitos imprudentes y malandros desatinados envalentonados con fuscas. Está envuelto en el silencio sin prejuicios de quien ha visto muchas cosas de la condición humana. Salvador, antes de ser empleado, era un asiduo de El Barrilito; vecino del barrio de Zapopan, el establecimiento era su lugar seguro para desahogar las penas y atizar la vida en la bajamar de las borracheras. Fue así hasta el día de su buena suerte en el que el cantinero de planta no asistió a trabajar, y él se puso detrás de la barra con una inspiración nacida en el instante, se hizo cargo de la muchedumbre, y reclamó el puesto del cantinero ausente como si le perteneciera por derecho. Salvador sigue ahí, repartiendo tragos, sonrisas y memorias, hasta el Sol de hoy, 25 años después. El Barrilito no tiene nada más que unas cuantas mesas, unos equipales elevados frente a la barra, unos muros que si hablaran varios parroquianos saldrían mal parados, y está repleta de imágenes y fotografías de la Guadalajara que fue. Su trago insignia, “la piedra”, es una pócima letal de ron blanco, anís, vodka, brandy y otros trucos aturdidores, y que “Chava” Padilla prepara sin pestañear con una destreza que parece más de brujo que de cantinero.La cantina carece de lujos, de rincones “instagrameables” -ese vicio de nuestros tiempos-; es simple y sencillamente un rincón del barrio, un espacio arrabalero, íntimo, genuino, un pedacito del Zapopan auténtico, de ese que ya con trabajos se encuentra, y ahí reside su encanto. Como toda cantina legítima, es un recinto añejo para los melancólicos, donde caben todos, y donde se ve de todo: la vida misma. Las melodías fluctúan entre Los Ángeles Negros, Los Tigres del Norte, Vicente Fernández, y de vez en cuando sus cuatro paredes se estremecen con los versos de músicos ocasionales que desordenan las conversaciones al atardecer.ENTRE HISTORIAS Y CONFESIONESA El Barrilito va gente de todas las formas, colores, preferencias, gustos, vicios y virtudes, vecinos y extraños, frecuentes y pasajeros, clases y estratos sociales. Aquel sábado, dos hombres conversaban sobre la historia del municipio, y decían que Zapopan proviene del vocablo náhuatl Tzapopan (lugar de zapotes), pero ninguno logró definir qué eran los zapotes. Entre semana, no obstante, es frecuente en el lugar la presencia de practicantes de medicina y enfermería, provenientes de los hospitales a la redonda; el ISSTE, el IMSS, el SALME, y que se desahogan de los malestares propios y ajenos con la breve tregua del trago. Pero lo cierto es que ahí va de todo, y para todos. La señora Amalia es una de las asiduas de la cantina. Es una mujer elegante, muy dueña de sí, con las pestañas grandes como abanico y las manos llenas de pulseras y abalorios, y trata a los desconocidos como si los conociera desde siempre. Sus 70 años, bien vividos, se le notan en el carácter juvenil y descomplicado y el trato hogareño con el que se dirige a los extraños. “Yo soy muy platicona”, dice sin rodeos, para después preguntar: “¿de dónde eres?”, pues identifica de inmediato a los novatos, ofreciendo un equipal para sentarse a su lado izquierdo, y alcanzando cacahuates japoneses y papas bañadas en chile para acompañar los tragos de los recién llegados. A su lado derecho, siempre, estaba su esposo, un señor con aspecto de gringo viejo, camisa veraniega y una boina anacrónica, que compartía ensoñaciones y recuerdos sobre un viaje previo a Portugal. Ambos son zapopanos pero no de esta parte del barrio, sino de Las Cañadas, allá en los enclaves recónditos donde las casonas resplandecen entre los árboles. Las razones por las que Amalia llegó a El Barrilito responden más bien a las de la resignación: no podía sacar a su esposo de ahí. No encontró argumentos sólidos para convencerlo de que era mejor echarse sus tequilitas en la comodidad de la casa. Su esposo, con razonamientos simples, recurría a la lógica de la comida callejera: sabe mejor en el lugar. Algún encanto inexplicable pierde cuando se lleva a domicilio, cuando se le arrebata de su lugar de origen. Fue entonces cuando Amalia entendió el funcionamiento de El Barrilito, y desde entonces acude con su esposo, por gusto genuino y también por ingenio, para que al marido feliz no se le pasen las copas en sus mediodías de música, cervezas y recuerdos. Amalia se siente bien y a gusto en la cantina, la timidez no forma parte de su personalidad, tiene tanta facilidad en la palabra que podría hacer hablar a las piedras, y se entrega a chismes irresistibles con Salvador Padilla, el cantinero. Aquel sábado, Amalia y Salvador conversaban sobre una ayudante reciente de la barra, una joven acuerpada -“pechugona”, en palabras de Amalia-, que queriendo y sin querer atraía más clientela a El Barrilito, pero ocasionaba escándalos entre los borrachos, casi todos con esposas, pues se enamoraban sin remedio de ella. Para darle rostro a la susodicha, Salvador mostró ante la barra la fotografía de la joven, lo que generó suspicacia en Amalia, que no creyó en las buenas intenciones del cantinero. Durante sus 104 años, El Barrilito ha cambiado de dueño en tres ocasiones, aunque su esencia barrial sigue siendo la misma, y muchos de sus asistentes recurrentes se conocen desde siempre. El nombre, según la tradición, proviene de un barril de madera que solía estar a las afueras del establecimiento, y por el que los vecinos le daban identidad. Sus puertas se cerraron en la crisis del coronavirus, en aquellas extrañas primaveras vividas desde el encierro, y cuando las calles del mundo entero quedaron a merced del temor y del viento. Más allá de aquel tropiezo en su historia, El Barrilito sólo cierra sus puertas el día primero de cada año, el 25 de diciembre por las navidades -y siéndole fiel a la tradición de su barrio, por supuesto-, cada venida de la Virgen.La calle es ajena a todo lo que ocurre ahí, adentro. La música y las risas se van desvaneciendo junto con el caminar, y las torres de la Basílica se asoman por encima de las azoteas y los puestos callejeros, más allá del tráfico inconcebible a esa hora del día y en esas calles tan pequeñas, entre ese aire de pueblo y de barrio que se respira nomás con deambular unas cuadras dentro de Zapopan. El truco reside en dejarse perder un poco. Al mirar atrás, El Barrilito sigue ahí donde mismo, en su esquina de todos los días, como lo ha estado siempre, antes que nosotros y con suerte después de nosotros, desde hace más de un siglo.