Mi infancia está marcada por el famoso plato de cereal con leche, el cual, si mal no recuerdo, era “parte de un desayuno balanceado”, según el tucán que aparecía en la portada de la caja. Creo que nunca comprendimos qué balanceaban exactamente aquellos 12 gramos de azúcar que tantos niños nos servíamos antes de ir a sentarnos por 5 horas en un aula de clases, pero ese es el contexto de un mundo alimentado por los intereses del mercado, donde más que nutrir el fin es vender. Hace 140 millones de años, cuando las plantas inventaron las flores y los frutos, comenzó una relación simbólica entre la manzana y quien la muerde. A través de aromas, formas y colores, las plantas indican a los animales el punto adecuado de consumo según el grado de desarrollo de sus semillas, por ejemplo, el mango es verde mientras crece, lo que le permite pasar desapercibido entre las hojas y solo cuando la semilla ha alcanzado la fuerza para iniciar la vida de un nuevo árbol es que la futa se pinta de colores cálidos y contrastantes al verde, como el amarillo, naranja y rojo. Es posible que estos colores que las frutas utilizan para indicarnos qué partes comer y cuándo, se sumaran a la base de las asociaciones simbólicas que hacen que el rojo o el naranja detonen el hambre en la mente humana y que en consecuencia sean los pantones más utilizados por los restaurantes de comida rápida y chatarra en sus estrategias de marketing. Pero el mercado del alimento ha llevado estos símbolos al extremo, al presentarnos en los medios un mundo de alimentos ideales que no siempre están relacionados con su aporte nutricional o inclusive con su valor cultural. Desde celebrities que se quitan la sed con refresco hasta platillos con hojuelas de oro, nuestra selección alimenticia está determinada por necesidades y deseos construidos por el marketing. Una manzana de portada de revista no necesariamente es más nutritiva, de hecho, ahora sabemos que muchos alimentos modificados para verse atractivos frente a las cámaras han conseguido esos jugosos tamaños incrementando el aporte de carbohidratos, pero no del resto de sus nutrientes, lo que se traduce en una población cada vez más obesa pero desnutrida. Aún peor que desnutrirnos, es hacerlo a costa del planeta, pues producir, transportar, consumir y desechar el alimento es el impacto más significativo que tenemos en la Tierra. Dado que la vida citadina nos ha separado del campo, ponemos en el plato lo que los empaques nos convencen de comprar, de tal manera que entre marcas, tablas calóricas y precios quizá ya leemos más en los supermercados que en las bibliotecas y terminamos sirviéndonos a ciegas de una ensalada de información entre lo nutricional y lo cultural. Pasaron varios años para que entendiera que la alimentación balanceada no solo es cuestión de carbohidratos y proteínas, sino del equilibrio entre nuestra propia salud humana y la del planeta que, sin darnos cuenta, nos estamos comiendo en cada cucharada.Biólogo y maestro en comunicación de la ciencia y la cultura, su experiencia y pasión se ha centrado en la comunicación ambiental a través de acuarios, zoológicos y jardines botánicos. Actualmente colabora con el Museo de Ciencias Ambientales en las narrativas de las exhibiciones vivas, los jardines y el proyecto del Jardín Educativo.Crónicas del Antropoceno es un espacio para la reflexión sobre la época humana y sus consecuencias producido por el Museo de Ciencias Ambientales de la Universidad de Guadalajara que incluye una columna y un podcast disponible en todas las plataformas digitales.