Un día de caza
A los niños y niñas que fuimos
Era un cazador esmerado en esa época: un coleccionador de instantes dichosos en forma de cadáveres. Solía ir de cacería al jardín. Lagartijas, insectos, cochinillas de tierra, hormigas. En frascos de mayonesa acumulé mañanas enteras, días y días completos de trabajo arduo.
Mi ceremonia de caza replicaba un antiguo código (ideado apenas un año antes): bermuda con bolsas laterales para depositar martillo, resortera, espátula y frasco. Guantes para lavar la loza y un gorro de cola de castor, al estilo Daniel Boone, adquirido a menos de diez grados centígrados en Canadá -no recuerdo cuántos dólares pero sí los grados-, durante un intercambio estudiantil de un mes, a mis nueve años, y que nunca comprendí sino como una refinada crueldad familiar para demostrarme cuánto me amaban mis padres.
Mi heráldica era una diminuta navaja suiza que sólo podía emplear como último recurso. Los códigos de la cacería, según las milenarias reglas no escritas de la región bajo mis dominios, me limitaban a usar sólo las herramientas básicas. La navaja era una licencia deportiva, válida, pero el último recurso para un auténtico cazador. Ante la astucia de un insecto o reptil, oculto en su madriguera o en la orilla del zacate, el empleo de este instrumento paraba en seco cualquier insubordinación ante el bípedo superior de pulgar oponible.
Primero recorría silencioso y atento la barda de ladrillo, más de 20 metros, en busca de algún signo de vida o movimiento. Allí se ocultaban las bestias más ágiles y menos dóciles de mi reino: las lagartijas. Había dos métodos para acometerlas: la cercanía casi impúdica, a centímetros con la resortera; el fogonazo pétreo las hacía saltar en dos o con una parte triturada del cuerpo. El otro método, menos audaz, era el martillazo. Ambos sistemas pueden agobiar al cazador aficionado, pero no al profesional.
Algo me decía que yo estaba en un estadio intermedio, pues luego del resorterazo o el martillazo (nunca apliqué este último), saltaba con la misma intensidad que el reptil, por varios segundos, entre grititos de alguien que huye, horrorizado ante su propia acción.
Consideré practicar la caza sin atentar contra la vida del animal, pero me pareció una idea difícil de conceptualizar: un hombre no puede detenerse ante algo tan natural como la muerte.
De mi universo a los diez años recuerdo con especial nitidez esas salidas a campo de cacería. Dicen que uno graba en su memoria sobre todo los momentos del pasado en que estuvo completamente enfocado y presente.
No hay nada más serio que el juego para un niño. Con un poco de suerte, en la edad adulta uno repite a veces esos estados de fascinación, exploración y descubrimiento los primeros años.
Podría acusarse que mi cacería de lagartijas contenía un instinto predatorio, cruel y censurable quizá para la moral actual. Pero no se trataba tanto de lastimar como de crear un sistema por medio del juego para darle sentido al tiempo y a mi existencia infantil.
Algo parecido son los juegos que nos imponemos y nos impone la adultez, pero envueltos ahora en numerosas capas con etiquetas prefabricadas como: responsabilidad, esfuerzo individual, dinero, éxito…
jonathan.lomelí@informador.com.mx