Sobre el bien y el mal
Es tan fácil ceder al consuelo del odio. Son tiempos de prueba. Luchemos por fomentar la mejor parte de nosotros
Charles Darwin, el autor de la teoría de la evolución de las especies, quería ser sacerdote. Pero en 1831, a los 22 años, le ofrecieron embarcarse en el pequeño Beagle como naturalista y dar la vuelta al mundo, y aceptó. Cuando regresó, cinco años después, había encontrado pruebas científicas que desmentían por completo la versión bíblica de la creación del mundo, que por entonces se creía a pies juntillas. Empezó a desarrollar su teoría tan aterrado por ella que la mantuvo en completo secreto. Darwin era un hombre bueno y le espantaba que sus descubrimientos pudieran hacer tambalear la fe religiosa en la sociedad, porque pensaba, como muchos otros, que sólo la religión, con sus promesas de premios y castigos, podía reprimir el mal en las personas. Y ya había visto suficiente mal en su viaje del Beagle (genocidio de indios, esclavos torturados) como para aumentarlo. Así que guardó su texto en un cajón hasta que, en 1858, un joven científico le mandó el borrador de una teoría igual a la suya. Darwin se vio forzado a publicar “El origen de las especies” en 1859. Se había pasado 22 años ocultándolo.
Pues bien, ¿saben qué? No ocurrió nada. Quiero decir que el mundo no se arrojó a un abismo de perversión a raíz de aquello. Y la lucha entre el bien y el mal continuó su mismo y tortuoso camino de siempre. Si apuramos, incluso ganó algunos puntos el bien: se abolió la esclavitud, triunfó el sufragio universal, la democracia se extendió por el mundo…
Un siglo antes de Darwin, el gran Kant se admiraba de que, en una situación bélica, un soldado fuerte y armado no matara sistemáticamente a todos los ancianos para robarles. Sí, sucedían atrocidades en las guerras, pero por lo general el soldado no los asesinaba, aunque podía y le convenía. De ahí extrajo, en 1785, su imperativo moral categórico, un orden ético que según él todos los individuos poseemos. Yo creo, en efecto, que los humanos tendemos más al bien que al mal. Quizá sea por eficacia genética, porque les sucede a todos los seres vivos. En la naturaleza hay más estrategias de supervivencia basadas en la cooperación que en la depredación. Eso de que el pez grande se come siempre al chico es simplemente mentira; de hecho, hay pececitos que se meten sin riesgo en la boca de los pecezotes para limpiarles los dientes.
Pero es cierto que hay momentos históricos en los que el mal triunfa como una fiebre, como en el clásico ejemplo del nazismo. Y en el apocalipsis que estamos viviendo creo que he entendido mejor el mecanismo de ese despeñadero. Al principio del coronavirus, nuestra sociedad cultivó el buenismo: vamos a aprovechar esto para ser mejores, etcétera. Pero enseguida empezó a crecernos la violencia en el pecho. Es un tiempo muy duro, incomparable con nada, una pesadilla jamás vivida antes. La gente siente miedo, angustia, traumática tristeza, claustrofobia. Y el odio, saben qué, alivia toda esa terrible frustración. El odio y encontrar culpables absolutos que puedan darle una apariencia de sentido al caos. Es un consuelo decirse que nos sucede esto no por un virus inmanejable, sino por unos políticos de mierda. No hablo de las responsabilidades en la gestión (sin duda, tendrán que rendir cuentas de sus errores). Estoy hablando de la violencia cainita. Sí, siento cómo el odio crece en nuestras barrigas y nos llena las cabezas de un velo de sangre. Imaginen lo que debe de ser este recurso al odio en una situación bélica, cuando la gente tiene armas en las manos. Así terminan sucediendo todos esos horrores en las guerras.
Porque antes he dicho que los humanos tendemos al bien, y es cierto, pero no todos. Diversos estudios señalan que al menos un 1% de la población mundial son psicópatas, es decir, unos ególatras peligrosamente carentes de empatía. Gente muy mala, vamos. En España serían un mínimo de 470 mil personas. Y esos son los motores d e la maldad; los que envenenan, los que mandan virus informáticos a los hospitales en mitad de la crisis, los que inventan fake news. Los que nos vuelven locos. Y es tan fácil enloquecer, es tan fácil ceder, en medio de este miedo y esta tristura, al consuelo del odio. Son tiempos de prueba. Luchemos por fomentar la mejor parte de nosotros.
EDICIONES EL PAÍS S.L 2020