Mi gusto por la lectura nació en el umbral de la adolescencia. El poeta sinaloense Febronio Zatarain, amigo de la familia, me lleva a la librería José Luis Martínez del Fondo de Cultura Económica, ubicada en Avenida Chapultepec y Libertad. Tengo trece, quizá catorce años. De la sección de filosofía, Febronio escoge para mí el número 395 de la colección Sepan cuantos… (nombre acuñado por Alfonso Reyes) de la Editorial Porrúa.Soy, como tantos, un adolescente triste y solitario. Curso, muy a desgana, segundo año de secundaria. La música es lo único que me estimula: la guitarra clásica, el rock progresivo, el álbum sin nombre de Led Zeppelin. Esa tarde leo: “Tenía treinta años Zaratustra cuando, en plenitud de su vigor, abandonó su patria y el lago de su patria…” El libro me atrapa, me inquieta, me sobrecoge: el superhombre, las transformaciones del espíritu, la muerte de Dios.Gracias a mi —hay que decirlo: torpe— lectura de Nietzsche, el más terrible de los filósofos, siento algo nuevo: el vértigo de las ideas y el placer de la lectura. Ese ejemplar se vuelve el primer volumen de una modesta biblioteca.Meses después, doy con el humanista Erich Fromm y el vitalista José Ortega y Gasset. Fromm me describe, por vez primera y en un lenguaje asequible, los elementos centrales de La condición humana actual y universal: la soledad y El arte de amar, la alienación y El miedo a la libertad, la destructividad humana. Lo que mi ignorancia logra aprender de Ortega es la pasión crítica y la claridad de la razón. El filósofo madrileño encarna una figura desconocida, atractiva para un muchacho en busca de respuestas: el intelectual público comprometido.Gracias al “maldito” Charles Bukowski, a sus temas y naturalidad estilística, pierdo el miedo a la literatura. Son las dos de la mañana: estoy recostado leyendo La senda del perdedor —editado por Anagrama, en el libro abundan voces como “joder”, “coño”, “gilipollas”, “follar”—. Se me cierran ya los ojos, pero no puedo soltar la novela; la afición por la lectura se ha instalado en mí. Días después, una multitud de muchachos se congrega en el patio de la secundaria: narro a mis compañeros algunos cuentos de Se busca una mujer, como si fueran historias que hubiese vivido. La multitud está atenta, casi poseída por la historia. Comprendo que somos animales narrativos.Interpreté de forma rudimentaria a la mayoría de autores que leí durante esa época. Sin embargo, recuerdo vívidamente la experiencia del encuentro con sus obras, pues no hay nada más estimulante y embriagador que nuestras primeras lecturas. Siempre recordaremos los primeros libros que leímos, no por obligación, sino por puro placer. Iniciar a los estudiantes en esa sana embriaguez, en esa rara fruición, es una de las tareas supremas de la escuela y de quienes aman la literatura y desean que perviva entre las siguientes generaciones. Leer es valioso, porque leer nos hace humanos. Como dice Fernando del Paso, hombre de letras universal: “¿Por qué no decirle a los niños, a los jóvenes, a los adultos, que cada libro es un viaje, y que en cada viaje encontramos un tesoro?”.