Corren tiempos poco propicios para la tolerancia, la moderación y el equilibrio. Las redes sociodigitales y los radicalismos políticos fomentan la virulencia y el conflicto (literalmente, se alimentan de ellas); y con horrorosa facilidad nos entregamos al fanatismo, al odio ideológico y al ataque despiadado. No obstante, el choque de opiniones y la pluralidad ideológica no tienen por qué conducir a la violencia política y al relativismo moral: pueden ser productivos, siempre y cuando inciten al diálogo franco, abierto, imaginativo.Hoy en día, no resulta inoportuno pedir que dejemos de insultar a las personas con etiquetas como “fifí”, “chairo”, “nepobaby”, “naco”, “chayotero”, “tibio” —falacias ad hominem intrínsecamente ideológicas e intolerantes—; y que ejerzamos la crítica racional de las ideas o acciones del otro (incluso sin revelar o tomar en cuenta su identidad o afiliación, según establece la regla de debate de la Chatham House). En tiempos de cancelación cultural, odio político, resentimiento social y polarización intelectual, la virtud más urgente es la tolerancia; el atrevimiento supremo, dialogar con quien piensa distinto. Quizá la frase proverbial “Respeto tus ideas, pero no estoy de acuerdo con ellas” podría cambiarse por otra, menos intransigente e hipócrita: “No estoy de acuerdo con tus ideas (tu credo religioso, tu ideario político, tus valores morales), pero te respeto a ti como persona, respeto tu dignidad, tu libertad de pensamiento y tu autonomía de voluntad”. Tolerar implica, pues, respetar al otro; defender que somos, por encima de todo, no una raza, credo, sexo o estatus socioeconómico, sino individuos. Tolerar implica dialogar con las ideas que nos desagraden, no suprimirlas.Hay que insistir: en vez de “cancelar” o “funar”, dialoguemos. Sólo exponiéndonos a otras ideas, muchas veces radicalmente diferentes u opuestas, podremos apreciar nuestras tradiciones y formas de vida y comprendernos mejor a nosotros mismos. Y tal vez encontremos algún centro o plataforma compartida. La tolerancia y el diálogo son principios fundamentales de la sociedad liberal, no menos importantes que la división de poderes y el imperio de la ley. No son virtud de unos cuantos; son cimiento normativo del Estado democrático y antesala del progreso intelectual, social y moral. Por ello John Locke, el padre del liberalismo político, es un apóstol de la tolerancia.Ahora bien, ¿cómo decidimos cuáles son las mejores ideas? No todas valen igual, ni todos los proyectos son equivalentes. ¿Cómo discriminamos entre prácticas, creencias o idearios? De nuevo: mediante el diálogo filosófico, la discusión científica, el debate público y la conversación ilustrada. Hablando con el otro. El liberalismo tiene una fe razonada en que la democracia y la cultura de la libertad son superiores a cualquier otra forma de convivencia política. De este modo, pese a su incapacidad para fundamentar de manera vertical y fuerte sus creencias, el liberal resiste a la tentación del relativismo (“anything goes”).Por último, ¿cómo reconstruimos las precondiciones mínimas para el diálogo? Con virtudes no tanto intelectuales como morales: con empatía, generosidad y moderación. En nuestra “democracia bárbara”, como la llamó José Revueltas en 1958, hay que imponernos como imperativo categórico dialogar: “Actúa de tal modo que, en vez de descalificar o cancelar, reconozcas la dignidad intrínseca del otro y puedas entablar una conversación con él”. El respeto, la decencia moral y la dignidad humana son valores universales; Kant diría que se desprenden de la razón misma.