La democracia y el espacio público
Una de las características inherentes a las democracias contemporáneas es la existencia de un amplio espacio público, tanto en el sentido físico y territorial, como en el del mundo digital. La formación de la opinión pública, lo ha explicado de forma magistral el filósofo Jürgen Habermas, fue germen, pero también se consolidó como un elemento central de los regímenes y sistemas democráticos occidentales.
El espacio público, en ese sentido, puede entenderse como todo ámbito de discusión, cara a cara o de manera mediatizada, donde se puede dar la manifestación de las ideas de forma auténticamente libre, y donde la existencia del pluralismo democrático es uno de los supuestos fundamentales de la convivencia, pero también de la disputa civilizada por el poder.
Por ello, debe reiterarse todas las veces que sea necesario: el espacio público no tiene “legitimidad exclusiva” y no puede suponerse que sólo una visión ideológica tiene derecho de manifestarse abiertamente de cara a la ciudadanía y de frente al poder político establecido.
Tanto “la derecha”, el “centro” y la “izquierda política” (cualquier cosa que ello signifique), tienen derecho a manifestar y presentar sus demandas en las calles, en las redes sociales o en cualquier espacio que deseen hacerlo, porque eso implica un régimen de libertades: que cualquier persona pueda pensar lo que mejor le parezca, y que pueda expresarlo y trate de convencer a otros de que esa visión tiene pertinencia para la colectividad.
Lo que no sería válido, por el contrario, es que una persona o grupos de personas deslegitimen a las y los demás en su deseo e intención de manifestarse; y menos aún, que pretendan imponer a todas y todos, su forma de pensar. En democracia, de ahí su complejidad, se trata de convencer con buenas razones y someterse a la lógica del mejor argumento.
La razón dialógica, de la que habla un gran número de notables inteligencias, implica voluntad de decir, así como en el mismo nivel de intensidad, voluntad de escuchar. Es decir, la capacidad de reconocer cuando se está total o parcialmente en el error, y de generar los acuerdos que se requieren para que la diversidad y pluralidad de visiones de mundo y de realidad puedan convivir de manera pacífica y en aras del bienestar común.
Coincidentemente, el día 19 de febrero se conmemora en nuestro país el Día de la Bandera, quizá el símbolo patrio más querido y valorado por la mayoría de las y los mexicanos. Y es ese símbolo quizá el que debería convocarnos, por lo que representa en nuestra historia e identidad, a la posibilidad de reconocernos en la diferencia y al respeto y el derecho de pensar distinto, sin la necesidad de recurrir al insulto o peor, a la descalificación ética de quien piensa distinto.
Por eso el diálogo democrático debe siempre plantear visiones y escenarios, pero también debe tener un propósito final. Es decir, no podemos tener sólo una democracia de eventos y movilizaciones, que son sin duda indispensables, sino que éstas deben traducirse en consensos y acuerdos para la construcción de un sistema constitucional e institucional cada vez más robusto y con cada vez mayores garantías para el ejercicio y disfrute de nuestras libertades.
Cada marcha, cada movilización que termina en un templete o en una mesa de negociación donde se alcanzan acuerdos construidos para el beneficio de la sociedad; y por ello debe superarse la idea de la democracia como la primacía de una o varias mayorías, sino como un sistema de Gobierno que protege los derechos humanos de mayorías, pero también y sobre todo, de minorías, que en un país de pobreza, marginación y violencia como el nuestro, requieren del concurso de todas y todos para su protección y garantía de una vida digna.
Por eso debe celebrarse que en nuestro país se marche, que se grite, que se intervenga el espacio público y que eso no sea motivo de sanción, descalificación y menos represión. Porque de eso se trata de la democracia: de disentir, de dialogar y de construir en la radical diferencia.