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Burocracia en muletas

No se asume como discapacitado, porque sabe que las facultades del ser humano no solo residen en un miembro del cuerpo, ni como minusválido, porque tiene la certeza de que la pérdida de uno de ellos no lo hace valer menos. Así que mi admirable cónyuge, a un lustro de haber sido amputado de su extremidad inferior izquierda se reconoce, simple y llanamente, como un cojo al que le retortijan los eufemismos con todo y sus diminutivos, pero nunca tanto como cuando las autoridades encargadas de procurar su bienestar les empinan el de por sí tortuoso camino con su estulticia expresada en reglas absurdas y carentes de la mínima lógica.

Cuando a media semana le vi llegar a comer más tarde de lo habitual, con un inusitado y manifiesto humor de todos los demonios, se lo achaqué al candente clima del mediodía, a la feroz hambre que traía, al infernal tráfico que abunda por todos los rumbos o a una jornada laboral particularmente espinosa, pero nunca imaginé que su erizado talante podría obedecer a la experiencia de toparse con una medida municipal tan insensible y bizarra como las explicaciones que la funcionaria en turno le expuso para justificarla.

Resulta que, aparcado en el arroyo de una céntrica calle, sobre uno de los espacios reservados para el uso exclusivo de quienes comparten su infortunada condición, advirtió sobre el parabrisas de su auto la presencia del típico y muy conocido formato de una multa que, para su buena suerte, no resultó ser más que un “apercibimiento”, o sea, una advertencia de que la próxima vez que lo sorprendieran haciendo uso indebido de tal área, se la dejarían ir con todo el peso económico de la ley. No dejó de extrañarle que el multador del rumbo no hubiera advertido la visible presencia del gafete que, pendiente del espejo retrovisor, lo acredita como inepto para desplazarse desde sitios lejanos, pero apto para utilizar, por enésima vez desde que lo implementaron frente a la puerta de la escuela donde labora, tal cajón de estacionamiento restringido.

De tal modo le sorprendió el asunto que, sorteando calor, hambre, tráfico y avatares de la chamba, se dirigió a la instancia controladora correspondiente solo para enterarse de que el gafete que le fue otorgado hace casi cuatro años por el DIF estatal, previa entrega de identificación, comprobante de domicilio, datos del vehículo que maneja y constancia médica del proceso, en el cual aparece su nombre, fotografía, firma, naturaleza de su impedimento y sellos oficiales, de ninguna manera lo autoriza para estacionarse en ningún cajón especial ubicado en el Ayuntamiento de Guadalajara, porque ahí la única acreditación que rifa es el colguije del bastoncito azul, como lo señala con todas sus letras el reglamento municipal.

Y que le haga como quiera, porque en nuestra progresista ciudad, solo el anónimo bastoncito azul concede un privilegio que, dedujo mi sagaz marido, seguramente deberá compartir espacio, colgando del retrovisor, con una camillita rosa para Zapopan, una muletita amarilla para Tlaquepaque, una sillita de ruedas verde para Tonalá y una andaderita naranja para Tlajomulco, asegún se desplace el discapacitado a quien, hasta en el extranjero y en autos ajenos, le han valido sus credenciales de cojo. Que alguien le explique a qué iniciativa discapacitada y minusválida responde semejante imbecilidad burocrática.

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