México | Por Vicente Bello Tren parlamentario El premio mayor y la ciudadanía mexicana Por: EL INFORMADOR 11 de abril de 2011 - 04:44 hs En las palabras acostumbradas (argot) dentro del proceso legislativo en México, se le conocen como “corcholatazos” a todas aquellas autorizaciones que la Cámara de Diputados tiene como obligación constitucional otorgar a quienes, siendo ciudadanos mexicanos, hayan sido emplazados a recibir condecoraciones, premios o reconocimientos del extranjero. La mayoría de quienes solicitan permiso del Poder Legislativo para ser condecorados, suelen ser ciudadanos mexicanos que trabajan en la academia, la milicia y la ciencia; pero también en la política o en la burocracia. Se han visto desfilar por San Lázaro nombres de personajes inapelables, como, verbigracia, Mario Molina, aquel Premio Nobel de Química que, reiteradamente, le han surgido por distintos gobiernos del planeta muestras de aprecio y gran reconocimiento a su labor científica. Pero están los otros nombres, polémicos por antonomasia, los de no pocos miembros de la clase política o de la alta burocracia federal, que, de pronto, también son emplazadas por otros gobiernos para recibir condecoraciones o reconocimientos a su trabajo público. Han solicitado permiso para recibir una condecoración personajes controvertidos como Jorge Castañeda y Martha Sahagún o algún miembro del gabinete presidencial. Y, casualmente, han sido premiados no cuando dejaron sus responsabilidades públicas o políticas, sino cuando han estado en activo; o sea con la facultad expresa de tomar decisiones. El propósito político de tener el Congreso qué autorizar condecoraciones se fundamenta en la observancia y obligación que tiene dicho poder de la Unión en vigilar que la soberanía nacional no vaya a ser vulnerada, mediante pretensiones de cooptación hacia sus individuos que tienen responsabilidades de Estado. Está tan penada la cosa que la Constitución advierte que si alguna persona recibiera premios de gobiernos extranjeros, sin la autorización previa del Congreso mexicano, entonces perdería éste incluso la ciudadanía mexicana. Por estos días un asunto de estos ha dado de qué hablar, como pocas veces ha ocurrido en torno de un “corcholatazo”. El pasado 8 de marzo, la entonces titular de la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada (Siedo), Marisela Morales Ibáñez, fue objeto de un reconocimiento por parte del Gobierno de los Estados Unidos, entregándole el Premio al Valor, justo en el Centenario del Día Internacional de la Mujer. Causó sorpresa en el ámbito legislativo mexicano porque Marisela lo recibía en medio de la crisis que ya comenzaba a ahogar al entonces procurador Arturo Chávez Chávez. Y porque ninguna de las dos cámaras federales, la de Diputados y la de Senadores, había recibido previamente alguna solicitud de autorización constitucional para recibir el premio que estaba otorgando un Gobierno extranjero. Veintitantos días después de la premiación, el tema levantó ámpula en el Congreso porque justamente la funcionaria que había sido premiada fue la persona que el Presidente Felipe Calderón propuso para ser la titular de la Procuraduría General de la República, en sustitución de Arturo Chávez Chávez. Y Chávez, que a su vez alcanzó la titularidad de la PGR el 24 de septiembre de 2009 en sustitución de Eduardo Medina Mora, ya enfrentaba una andanada contra su imagen y su capacidad, cuando a través de una filtración de WikiLeaks se supo, ahora en marzo, que el otrora embajador de aquel país en México, Carlos Pascual, había juzgado al Chávez recién nombrado como apenas “un soldado de a pie” es decir, sin grandes atributos para el cargo; pero también sin ser digno de confianza por parte del Gobierno de Estados Unidos. Por estos antecedentes fue que, en la semana que ha concluido, semana en la que el Senado ratificó a Marisela como nueva procurador general de la República, en los territorios del Congreso de la Unión diputados y senadores se pusieron a preguntar en voz alta quién en realidad había ordenado el relevo en la PGR y decidido los personajes. ¿De veras Felipe Calderón ordenó el relevo con Marisela?, era la pregunta que escocía lo mismo en el Senado que en San Lázaro. Y, obvio, la respuesta no llegó, obligando al Poder Legislativo a insistir en el terreno de las conjeturas. El PAN, en San Lázaro y en Xicoténcatl, salía con timidez al paso de las críticas opositoras, diciendo a través de sus legisladores que en realidad no tenía por qué haber pedido permiso para ser condecorada, porque el premio se lo estaba dando una organización de corte humanitario. Argumentación endeble hasta las cachas, que fácilmente desbarataba, en San Lázaro, el petista Jaime Cárdenas, y en Xicoténcatl, Ricardo Monreal. Quien premió a Marisela fue el gobierno de los Estados Unidos. Punto. Y tenía que haber pedido autorización para ello, so pena de perder de facto, en automático, la ciudadanía mexicana. Y juran los Monreal y los Cárdenas que así ha tenido que ser. 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