Viernes, 22 de Noviembre 2024

Relevancia simbólica

Porqué la venta no es lo más importante en la polémica por el avión presidencial

Por: Enrique Toussaint

Se vende, se renta o se rifa. EL INFORMADOR / E. Victoria

Se vende, se renta o se rifa. EL INFORMADOR / E. Victoria

El humano es un ser simbólico. Es, tal vez, el concepto más esclarecedor que nos heredó el filósofo y antropólogo polaco, Ernst Cassirer. El razonamiento no es complejo de entender: los seres humanos nos relacionamos con la realidad a través de un universo de símbolos. La vida es contemplada con los anteojos del símbolo. Y es irrefutable. La familia es un símbolo; las iglesias, lo son; el Gobierno no podría reclamar autoridad sin simbolismo. Incluso, la nación es una construcción simbólica que le permite al Estado imponerse legítimamente. Es decir, despreciar el simbolismo es eliminar aquello que diferencia al ser humano (de acuerdo al propio Cassirer).

Andrés Manuel López Obrador es un Presidente que entiende la eficacia de los símbolos y los utiliza políticamente. La eficacia de los símbolos como forma de ampliar los consensos en torno a su Gobierno. La aprobación presidencial, que roza el 70%, está apalancada en una hábil comunicación de esta simbología. Un universo que combina anticorrupción, austeridad, medianía, voluntarismo, honestidad y esfuerzo. Por eso para el Presidente es tan importante decir que trabaja desde las seis de la mañana (la mayoría lo hacemos); que es un “ave que cruza el pantano sin mancharse”; que piensa en los más pobres; o utiliza palabras como Fifís o conservadores. El relato lopezobradorista se sitúa en esos espacios en donde es posible crecer la base de simpatías.

Sin embargo, se equivoca quien cree que López Obrador es el único gobernante que ha explotado el simbolismo. ¿Enrique Peña Nieto no se apoyó también en la narrativa simbólica? Por supuesto que sí. Las reformas estructurales eran en sí mismas un símbolo: el ascenso de México al paraíso del primer mundo. ¿Felipe Calderón? De la misma manera. La Guerra contra el Narco fue la forma en que el Presidente quiso simbolizar un Gobierno fuerte tras la cuestionada elección. Incluso, la crisis diplomática con Francia por el caso Florence Cassez fue la explotación por parte del Ejecutivo del discurso de mano firme en materia de seguridad. Y una pizca de nacionalismo.

Entonces, si partimos del hecho que la política y la comunicación son simbólicas por antonomasia (y buena parte de sus objetivos es generar identidad con el Gobierno y ampliar consensos), todos los presidentes echan mano del simbolismo. Y aquí es donde entramos al debate sobre el avión presidencial. El actual Presidente hizo campaña desde 2014 señalando el derroche económico que supuso la adquisición del avión presidencial en el sexenio de Felipe Calderón, pero que en realidad pudo ser utilizado hasta el periodo de Peña Nieto. Aquella frase: “ese avión no lo tiene ni Obama”, ha quedado marcada en la memoria de los mexicanos. El avión costó poco más de cuatro mil millones de pesos. No es una cifra menor, pero es el 0.07% del presupuesto federal.

La indignación que provocó el avión no es la cifra, sino lo que representa. Durante el sexenio de Peña Nieto nos dimos cuenta que el Estado servía para mantener a una casta de mirreyes. Una serie de funcionarios públicos que vivían como monarcas mientras incrementaban el precio de la gasolina (por nuestro bien), congelaban el salario mínimo, recortaban en salud y educación. Obviamente esta racionalidad no opera con base en datos complejos o argumentarios refinados, sino en emociones (que son igualmente válidas) que se convierten en protestas. El avión es el símbolo de un Gobierno que está ahí para sí -y no para nosotros-.

La opulencia de la clase política tiene una consecuencia: debilita la democracia. La democracia no es sólo un conjunto de instituciones, reglas electorales y sufragio universal. No sólo es multipartidismo. La democracia necesita legitimidad. Necesita que la ciudadanía crea que ese sistema que está ahí, compuesto por tres poderes y órganos autónomos, realmente representa la voluntad popular. Hay mucho académico preocupado por el populismo y si va a destruir la democracia. Pues, la democracia es indestructible si sus ciudadanos consideran que aquellos que toman decisiones son como ellos, sufren sus problemas y están en búsqueda de soluciones. ¿Cómo es posible que un Gobierno sea representativo si aquellos que toman decisiones, siempre, pertenecen al 1% más rico del país? ¿Les importa el IMSS, el INSABI, la educación pública o las jubilaciones? ¿Les importa el salario mínimo?

Decisiones como la venta del avión presidencial supone un nuevo encuentro entre ciudadanía y Gobierno. Lo mismo podemos decir de Los Pinos, el hecho de que el Presidente viaje en avión comercial o el tope de los salarios del sector público. Despreciar el simbolismo de estas decisiones, es despreciar las razones del desencanto democrático. Es cierto que para muchos, la decepción de la democracia se encuentra atada a su falta de eficacia para resolver los problemas. Sin embargo, para una gran parte de los mexicanos, también está vinculada a la brecha insalvable que se abrió entre clase política y ciudadanía. López Obrador y su Gobierno tienen errores severos a la hora de implementar sus decisiones, pero hacer que la gente vuelva a ver al Presidente como un mexicano más y no como a un monarca, tiene valor en sí mismo. Y no es un tema de pesos y centavos. “Nos salió más caro”, llevarnos el avión a Estados Unidos. ¿Y qué caro nos sale que no confiemos en los gobiernos? ¿y qué tan caro nos salió los excesos en el sector público por décadas? ¿y qué tan caro nos sale la antipolítica y la posibilidad de regresiones autoritarias? Si todo fuera un asunto de pesos y centavos, pues eliminemos las elecciones. Es más barato que nos gobierne un dictador.

Dicen algunos comentócratas que la ciudadanía mexicana es infantil porque le da valor a “simbolismos” como la venta del avión presidencial o hecho de que el Presidente se mueve en aerolíneas comerciales. Tengo la impresión de que existe una incapacidad progresiva para entender la política y los cambios que están sucediendo en el país. En los hechos, no estamos hablando de la hiper-simbolización (permítanme el término) de la vida pública en México, sino una disputa de símbolos. Unos que llegan y otros que se van. En el centro de la discusión están valores simbólicos tan arraigados como el mérito, la justicia, la modernidad y hasta la democracia misma. El hombre es un animal político, diría Aristóteles, y también simbólico, diría Cassirer. Yo diría que de acuerdo a la evidencia somos más lo segundo que lo primero. Despreciar el símbolo es no entender la política.

Tapatío

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