El reinado absoluto del neoliberalismo comienza a mostrar signos de debilidad. Ya muy pocos, en el mundo, defienden a rajatabla ese modelo económico que se implantó en el mundo desde los ochenta. Ni la derecha más predispuesta a darle poder a los mercados defiende las viejas recetas del capitalismo más salvaje. El mundo atraviesa por una reconfiguración de la globalización económica. Nacionalismo, proteccionismo, soberanismo, todas son respuestas ante un mundo cada vez más incierto e inestable. La certidumbre de antaño fue reemplazada por una multiplicidad de incógnitas que desatan ansiedad social.El neoliberalismo se cimentó en muchos supuestos: el Estado es ineficiente, los mercados son la respuesta, mueran los políticos, vivan los técnicos, eliminemos impuestos, privaticemos los servicios. No obstante, tal vez la idea más poderosa es su obsesión individualista: qué cada quien se rasque con sus propias uñas. El neoliberalismo sólo reconoce al individuo como forjador de su destino. Es un relato poderoso: el ser humano es la célula básica de la sociedad, y su ambición es el camino del progreso. Todo empieza y todo termina en sus decisiones racionales sobre consumo. Lo que tenemos es fruto de nuestro mérito, y lo que tenemos es responsabilidad exclusiva de nuestra falta de empeño. A través de estos principios éticos y filosóficos, el modelo económico justificó la concentración de la riqueza en unos cuantos (¡Se lo merecen!) y justificó, igualmente, la miseria de millones (¡No se esfuerzan lo suficiente!). Así, una idea histórica quedó enterrada: la desigualdad.La desigualdad no importa. No sólo eso, la desigualdad es natural y plenamente normal. Unos tienen que mandar y otros tienen que obedecer. No nos debemos preocupar si en un país como México, el 10% de la población tiene más de la mitad de la riqueza. Ni tampoco que cuatro magnates tengan el 9% del Producto Interno Bruto. Las posiciones sociales dependen única y exclusivamente del esfuerzo individual. Toda esa narrativa que justifica el modelo económico provoca una sociedad de vencedores y vencidos. Pero no sólo eso, sino una sociedad de legítimos ganadores y legítimos perdedores. Cualquier rol medianamente distributivo del Estado es un “subsidio a los holgazanes”.Es necesario un Gobierno mínimo, uno que sólo se encargue de aplicar las leyes, regular la propiedad privada y algún servicio público que no sea rentable para el mercado. Y yo me pregunto: ¿Quién es el mayor perjudicado de la gradual erosión del Gobierno? ¿Los más ricos? ¿Ellos son los que mandan a sus hijos a escuelas públicas y atienden a sus familiares en hospitales del IMSS? La doctrina neoliberal desaparece el Estado con el supuesto argumento de que el Gobierno es corrupto, pero mientras lo hace se ensaña y complica la vida a los más desfavorecidos. Los más perjudicados de la privatización de los servicios básicos son los más pobres.Digamos que el modelo económico predominante, que conocemos muy bien en México, lo podríamos denominar la “doctrina del abandono”. El abandono se convierte en regla. Estás sólo. No cuentas con nadie. El Estado pone policías, pero no le pidas que tenga escuelas de calidad. Si te quieres jubilar a los 75 años, ahorra toda tu vida para que no te veas obligado a trabajar de “cerillo” en un súper mercado. Sufre para pagar la póliza de un seguro privado porque si mañana se enferma tu hermana, tu hija o tu papá, quedarías en la bancarrota. Esta desaparición de los derechos sociales más básicos está generando una sociedad tensa, ansiosa, violenta, deprimida. Veamos los datos entre los más jóvenes y la conclusión automática es que vivimos frente a una auténtica patología social. No hay futuro más que trabajar en un empleo con malísimos salarios, sin prestaciones, sin vacaciones. Y esto no depende del “hay que echarle ganas”, sino de una estructura económica que determina el tipo de empleos y los sueldos que se pagan en México.Chile es la última gran reacción de la ciudadanía contra esta política sistemática del abandono. Millones de chilenos salen a la calle a manifestar su indignación con el sistema económico de exclusión social que provoca precios altísimos en las medicinas, matriculas universitarias impagables y un creciente costo del pasaje del transporte público. El modelo chileno fue vendido, durante muchos años, como el camino a seguir para el resto de países latinoamericanos. Es cierto que por muchos años, desde 1990, Chile logró crecer a tasas que duplican el promedio de la región. No obstante, fue un crecimiento asimétrico. Hoy en día, los ricos son más ricos en Chile, la clase media batalla para pagar las cuentas mensuales, y los más pobres vieron su situación profundizada. Chile es el gran ejemplo de una economía que crece por crecer, pero ignora la desigualdad.México tiene los mismos problemas estructurales que Chile. Una desigualdad monumental; exclusión de las comunidades indígenas; una clase media que tiende a desaparecer; derechos sociales que se extinguen; impuestos que favorecen a los más privilegiados; una ley laboral que ha ido recortando derechos; privatizaciones generalizadas; salarios castigados y jubilaciones inexistentes. Y, sin embargo, existe una nueva generación de mexicanos que se encuentra entre los 15 y los 30 años que reclama más derechos. En nuestro país, buena parte del malhumor social se materializó en la alternancia de Gobierno de 2018. Aunque, a pesar de ello, los problemas estructurales siguen siendo del tamaño de los que enfrenta Chile.Como sociedad debemos parar la política económica del abandono. Durante décadas, frente a nuestras narices, hemos permitido la destrucción de la incipiente red de protección social que existía en México. El Instituto Mexicano del Seguro Social está rebasado; será imposible que los mexicanos que nacimos luego de 1980 nos jubilemos; la educación pública universitaria rechaza a la mitad de los aspirantes; no existe un sistema de cuidados en México; los derechos laborales no se respetan; un egresado de universidad sale de las aulas con la expectativa de cobrar cuatro mil pesos. No hay futuro para millones de mexicanos, el espejo chileno nos obliga a mirarnos a nosotros mismos.