Su nombre es Abel Galaviz, tiene 44 años y vio a morir a cinco personas durante los 21 días que permaneció internado en el hospital por coronavirus.A finales de mayo, Abel pasó una semana revolcándose en su cama por el malestar que le generaba la fiebre en su cuerpo. Se echaba agua y se ponía trapos mojados en la cabeza, pero nada le ayudaba.Acudió a una primera revisión a la Cruz Verde cercana a la central camionera, donde le recetaron paracetamol para una semana. Pero no mejoró.“Mi esposa me animó a ir porque me dijo que me veía muy mal”.Entonces fue a buscar atención nuevamente el 3 de junio con fiebre de hasta 39 grados, pero sólo tenía ese síntoma. Tras dos radiografías y la prueba con cotonetes, el diagnóstico fue inequívoco: Neumonía provocada por COVID-19.“Me preguntaban mucho si no sentía que me faltaba el aire. No, les decía. Pero cuando yo salí de los exámenes sentí insuficiencia respiratoria y empecé a sentir dolor en el pecho”.“Yo lo cuento como que ese día salí de mi casa y ya no volví”. De la Cruz Verde Alcalde lo llevaron de urgencia en ambulancia a la clínica 110 del IMSS.“Ya iba con oxígeno. Ni me pude despedir de mi esposa que me estaba esperando afuera. Cuando me subieron a la ambulancia nomás le pude decir adiós de lejos y no volví a saber de ella hasta en una semana”.En la clínica 110 del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) transcurrieron alrededor de dos horas antes de que se desocupara una cama que pudieran asignarle, recuerda. “Estábamos unas 20 personas en el espacio de COVID-19. Estaba llegando mucha gente de todas las edades: grandes, jóvenes, señoras, muchachos. A mí se me hizo eterno. Después me incorporé a mi cama en el sexto piso”.Abel cuenta que la primera semana fue la más difícil para él porque se sentía muy mal física y anímicamente.“Llegó un momento que empecé a perder el aire y respiraba con mucha dificultad y tenía tos. En ese lapso yo entré como en una especie de burbuja, en un trance donde ves todo muy ligeramente”.Desde que arribó al nosocomio no podía sacar de su cabeza pensamientos negativos. El miedo y el estrés lo invadían. “Hasta depresión me dio porque yo la verdad pensaba que me iba a morir, te soy franco. Se me venía a la mente: ¡Ay, dios mío, no me despedí de mi esposa ni de mis hijos! Todo el día pensaba puras cosas de esas”.“Yo había visto gente fallecida, pero no verla de repente fallecer”, cuenta Abel.“Le pasó primero a un señor mayor. Empezó a entrar en shock y su oxígeno no le daba y no le daba y yo estaba con el ojo pelón, todo frustrado. Llegan los asistentes, las enfermeras, lo revisan y van con el doctor. Y empiezan a cerrar las cortinas. Se oía después que cuchicheaban y luego se oía el cierrecito”, refiriéndose a la bolsa para cadáver.Opina que es fácil decir que ya era un adulto mayor el que murió: “La edad a mí me vale gorro, yo no quiero que muera papá, ni mamá ni mi abuelo”.Fue la primera vez que vio algo así. “Me agarré llorando. Y yo decía ‘ahora sigo yo. Mi familia qué va a sentir, qué van a pensar mis hijos y mi mamá”.Después de ese momento comenzó a ponerse más nervioso, dice, porque veía un ambiente crítico a su alrededor. Los doctores le decían que su oxigenación estaba en 80, cuando lo correcto es que estuviera en más de 90.Sobre su cama hospitalaria, Abel platicó con otro paciente llamado Ulises, de unos 46 años, quien le dijo que trabajaba en el Ayuntamiento de Guadalajara y asistía a la Colonia Medrano. “Le dije ah, mira, yo por ahí vivo. Hasta hicimos planes. Me dijo que si íbamos a las tortas. Ah, cómo no. Yo casi no conozco ni salgo porque trabajo todo el día, pero sí. Con todo el entusiasmo del mundo”.No se imaginaba que sería la segunda persona que vería morir al día siguiente de esa charla. “Buenos días, Ulises, le dije. De repente le dieron como convulsiones. Le dio la primera y lo atendieron, luego dos juntas. Luego, otra vez cierran las puertas y después se oye el cierre. Ya nomás vienen por ellos y los sacan”.Se describe platicador. Abel dice que una vez que sintió las fuerzas para volver a hablar trataba de pasar el tiempo conversando con los otros enfermos.Conoció a Guadalupe, un joven de alrededor de 30 años. “Le dije ‘tienes tal apellido como el mío’. Me dijo que su papá era del pueblo de donde es mi papá”. —¿Cómo te sientes?, le preguntó Abel a Guadalupe.—Más o menos, fueron las últimas palabras de él.Comparte que, a diferencia de los otros pacientes, Guadalupe llegó a la sala sin oxígeno y hablaba bien. “De repente empezó a decir ‘me falta el aire’ y le pusieron las puntillas (el oxígeno)”.“Jalaba y jalaba aire con todo y el oxígeno puesto. Le hacía tan fuerte que hasta se oía. Se lo quitaba de tan desesperado y quería respirar sin él. Hasta se levantaba y luego decía que quería sentarse, después quería acostarse otra vez”. “Le decían ‘¡Guadalupe, ponte el oxígeno, ponte el oxígeno’! Hasta yo le decía cuando veía que se lo quitaba. Era bien frustrante verlo, era bien feo”.Platica que ese día el personal médico le preguntó a Guadalupe si les daba permiso de intubarlo, en caso de ser necesario, y él decía que no había necesidad porque se iba a poner bien. Pero esa misma noche lo intubaron.“Al último sabe qué sentiría, porque cuando uno no pude respirar piensa que la intubación es tu última oportunidad de vida. Yo creo que duró dos días intubado”. Después de ese par de días falleció también.“Yo alcanzaba a escuchar algunos mensajes de voz de su esposa. Todo estaba muy deprimente. Uno está bien sensible. Yo nomás me tapaba la cara y me agarraba llorando y decía: Dios mío, que no me pase a mí”.Durante su estancia en el hospital vio morir también a una señora de entre 40 y 50 años y a otro adulto mayor, pero con ellos no entabló conversaciones. Cuando recién llegó al IMSS, eran seis pacientes con coronavirus en su sala incluyéndolo a él. Cinco murieron mientras él se recuperaba.“Cuando dejé el hospital tenían tres intubados más. En mi cubículo había dos señoras y un doctor intubado. Era algo impresionante. Olía a muerto”.Alrededor del día 15 de hospitalización le retiraron el oxígeno a Abel. Tras una recaída y tenerlo que usar otros días más, el médico finalmente le dijo que estaba listo para darlo de alta.Pero Abel dudaba que estuviera bien y le daba pánico pensar que le faltara el aire en su casa y no alcanzara a llegar al hospital.“Cuando salí del hospital, era una tarde-noche, mi esposa fue por mí, y pues imagínate la primera impresión, se agarró llorando. Pero yo todavía no me sentía al 100. Todavía me agitaba y me faltaba el aire”.Días antes de volver a verla, a ella le habían dicho los médicos: “Su esposo está grave, prepárese para lo peor”.Temía morir luchando contra la enfermedad como le pasó a uno de sus primos.La indicación al dejar la clínica fue que permaneciera otros 15 días en confinamiento en su hogar.Fue hasta después de 10 días que se sintió mejor. Cuando transcurrieron las dos semanas se realizó otra prueba que ya salió negativa al virus.Abel se dedica a vender bisutería en el mercado San Juan de Dios y hace menos de un mes que pudo retomar su vida habitual y reincorporarse a su empleo. Usa cubrebocas, da gel antibacterial a sus clientes y ya no fuma. “Ahora sé cómo la vida se te va en segundos. En segundos no te vuelven a ver o no vuelves a ver a alguien, como todas esas personas que están entrando ahorita al hospital y que ya no saldrán. Vi personas que podrían ser mi madre, mi hermana, mi hermano”.No poder comunicarse con su familia al principio fue lo que más le dolió a Abel. “La mente es el factor que más te puede afectar, quizá en tu casa estás un poco más tranquilo, pero ahí adentro te traicionan muchas cosas como no tener comunicación con tu gente porque estás encerrado y abrumado”.Refiere que el hecho de tener un teléfono celular con él le ayudó a que mejorara su estado de ánimo y se lo prestaba a los demás internos.“Ahí conmigo había una señora que se la pasaba dormida día y noche y yo pensaba que eso no estaba bien. Un día le dije que si no quería hablar con sus familiares y me dijo ‘¿sí se puede?’. Sí, aquí está este teléfono”.Opina que hay gente a la que la verdad le gusta su trabajo: “médicos, enfermeros. Son personas que desde el momento en que llegas te dicen buenos días, cómo estás, cómo amaneciste, échale ganas. Vas a salir adelante, saliste bajito de esto, come bien, tómate tu medicamento .Yo podría aplaudirles.”.—¿Qué le dirías a quien no toma medidas contra el virus?“Crean o no, la realidad es que el virus ahí está. Hay muchas personas como yo y otras que ya no salieron del hospital. Lo único que nos están pidiendo es lavarnos las manos y usar un cubrebocas. No entiendo por qué muchas personas tienen problema con eso. Nos podría evitar mañana y pasado estar sufriendo”. JL