Las historias violentas han seducido a la humanidad. Durante siglos, las narraciones sobre crímenes han sido atractivas; desde la Biblia, pasando por la Ilíada y la Odisea, hasta las obras de Shakespeare y las novelas de Víctor Hugo, se han descrito hechos terribles, mostrando la capacidad humana para matar, humillar y desatar una crueldad excepcional. Hay un cierto morbo colectivo por conocer detalles de los hechos violentos sucedidos allá: lejos. También existe el temor oculto de que esas cosas puedan sucederle a quien escucha esos cuentos, que llegue al aquí y ahora. Se desata una suerte de horror cuando esas historias, u otras parecidas, se hacen verídicas, cuando se acercan. Porque una cosa es la literatura con sus palabras elocuentes, y otra muy distinta vivir la violencia. No es lo mismo describir una gota de sangre que ser salpicado por ella. En México, esas historias violentas han Estado presentes en nuestra historia, desde la conquista, la independencia, la revolución y hasta nuestros días siempre hemos tenido una suerte de realidad violenta, que en ocasiones ignoramos y a veces enfrentamos. Y ahora, por cierto, estamos obligados a enfrentar (de eso se trata esta columna). Ha sido una lucha por encontrar nuestra vocación por la paz y enfrentar a quienes sacan provecho de las circunstancias usando la violencia como forma de ascender, ganar y dominar. Durante siglos, la sangre había quedado seca en muchos muros y millones de palabras se han hecho gritos acallados y ahora, con terquedad nos vuelve a salpicar por todos lados.Desde hace algunos años, esas historias, que percibíamos lejanas, fueron saliendo poco a poco de entre las calles y las casas de nuestras ciudades y poblaciones pequeñas. El rojo de la violencia nos alcanzó junto al sonido de las balas percutidas. Los personajes violentos nos eran cada vez más familiares, tanto los héroes como los villanos. Sus rostros perdidos entre el anonimato citadino podían ser vistos entre grupos de personas discretamente pero eficazmente armadas. El miedo se expandió en silencio y quienes podían y querían tomaban medidas para protegerse, eso sí discretamente, porque lo “correcto” es decir que no pasa nada. Pero en realidad, cada vez más familias sufrían por el miedo, padecían presa de la extorsión o tenían pérdidas irreparables. Esas historias ahora son nuestras verdades cercanas, un tanto vergonzantes porque son de aquí y ahora, y de alguna forma nos pertenecen. Aunque algunos traten de ocultarlas, son hechos ya no solo cercanos, sino en cierta forma propios, que se han apoderado de las pantallas, de las páginas y de la conversación, no solo aquí sino que recorren el mundo.Y como un signo contradictorio, ya descrito en esa literatura tan importante, la vida con su suave superficialidad continúa, fingiendo que hay otras pasiones que pretenden ser importantes, que los espectáculos son trascendentes y que la realidad puede ocultarse con las luces de artificio. Igual que seguían los festejos mientras sucedían los crímenes de Macbeth o se hacían aquellas fiestas que enfurecieron a la divinidad en Grecia o en Galilea, o mientras los miserables hacían una revolución en París. Esa dualidad entre la tragedia y la comedia ha sido motivo de muchas obras literarias, y seguramente lo que pasa ahora mismo será motivo de otras.La tragedia de la desaparición de un grupo de infortunados jóvenes en nuestra ciudad es una historia de esas, que ahora emanan de entre los caminos polvorientos, las calles mal iluminadas, de las fosas ocultas y los barrancos intrincados. Una historia luctuosa que merece el respeto colectivo más profundo. Pero hay que decir también que convive con el espectáculo de la superficialidad, la diversión y el mirar a otra parte que prolifera en nuestras ciudades. Entre las luces de artificio ha salpicado la sangre imponiendo el dolor sobre la diversión. Las cosas están en un punto para meditar, respecto del curso que toma ese juego del gato y el ratón entre la autoridad del Estado y el crimen. El límite a la acción criminal es la fuerza del Estado que representa los valores positivos que justifican su existencia. Nada es tan peligroso como la sensación de indefensión ante las fuerzas malignas del crimen y la percepción de incapacidad de las autoridades para dominar la situación en favor de las personas. El desafío criminal es constante desde hace tiempo y llega a puntos insostenibles.Ante una realidad tan compleja, cabe solamente el trabajo respetuoso, porque estas gotas de sangre salpicadas entre nosotros, dejan cicatrices permanentes tan profundas como inconfundibles. Son como palabras rojas, en mayúsculas, escritas por las madres, con tal fuerza moral que resonarán por mucho tiempo.luisernestosalomon@gmail.com