Érase que se era un país maravilloso. Lo habitaba un pueblo trabajador, bien educado, amante de las buenas costumbres, que cumplía puntualmente con las obligaciones impuestas por la Constitución y lo hacía gustoso porque sus impuestos se traducían en obras y servicios públicos de primera. La educación y la salud eran de la mejor calidad; maestros, médicos y jueces eran los mejor pagados, pues en ellos estaba soportado el Estado y el futuro de las nuevas generaciones. Había un profundo respeto por la ley y por los ciudadanos. Las personas de la tercera edad vivían en casas de descanso en las que se respiraba un ambiente de plenitud, consecuente con los servicios que le prestaron al país. La seguridad pública era ejemplar, la educación vial, inmejorable. No había mendicidad. Los niños indigentes eran recogidos por inspectores de calle, quienes los conducían a albergues en los que se les alimentaba y educaba: se les daba amor. Vialidades y banquetas estaban limpias, el transporte público era eficiente y económico, el salario suficiente. No existía conflicto entre clases sociales, e incluso, coincidían armoniosamente en las plazas públicas. Se respetaban las creencias de cada uno, había tolerancia. La historia nacional refería un pasado de sacrificios colectivos de los que se sentían orgullosos. Los desencuentros que se vivieron llevaron al entendimiento de que todos debían trabajar para alcanzar el bien común. Cuando se interpretaba el Himno Nacional, la audiencia se ponía de pie y descubrían sus cabezas. Se cumplía con la ley, los funcionarios eran honestos y eficientes. El nivel cultural de la sociedad era de mediano a alto. Se admiraba la inteligencia y se premiaba el esfuerzo.Las cosas ciertamente no son así. No se necesitan tres dedos de frente para percatarse de que la realidad es diferente. Hemos cambiado. Factores hay muchos, todos los conocemos: básicamente la tecnología y la apertura de una sociedad que ha venido modificando sus paradigmas, entre ellos, el rol de la mujer y la exaltación del dinero como fin último. Y no es que nadie en su sano juicio pueda condenar que todos aspiremos a vivir mejor y, para eso, se requiere dinero. Sin embargo, debe preocuparnos la proliferación de conductas trasgresoras de la ley, la deformación de los valores, la educación -que cae como plomada y se manifiesta a través de la vulgarización del lenguaje-; una libertad mal entendida, el abuso como práctica cotidiana y, sustantivamente, la corrupción y su gemela, la impunidad -el cáncer que nos corroe y que se extiende en todos los niveles de la sociedad, al grado que los poderes formales han sido substituidos por los jefes de plaza que cobran impuestos, administran justicia y dan garantías-. Hoy son la autoridad.La sociedad es un ente vivo que debe transformarse para sobrevivir. Cuando las instituciones públicas y privadas pierden su vigencia queda al ciudadano un último recurso para substituirlas antes de la violencia. Para ello, dispone de la crítica, de la propuesta y del voto. Aún hay tiempo para construir un mundo mejor. ¡Intentémoslo!