Andrés Manuel López Obrador pensó en una conferencia tempranera cuando llegó al Gobierno de la Ciudad de México hace un cuarto de siglo por una razón práctica. El Gobierno empezaba a trabajar muy tarde, como a las 11 de la mañana, me confió una vez, y todo lo que salía en la radio de hechos violentos se quedaban sin un punto de vista oficial. La radios, en especial el dinámico programa Monitor de José Gutiérrez Vivó, transmitía accidentes, heridos y muertos, robos en cajeros e incidentes urbanos que daban la impresión de un vacío de autoridad en la capital. López Obrador comenzó sus mañaneras a las 7 de la mañana en el Palacio del Ayuntamiento para construir la percepción de que sí se trabajaba.Le funcionó muy bien. Trabajaba realmente tres horas en la mañana y se tomaba una siesta cerca del mediodía. Gradualmente comenzó a hablar de política y empezó a ver el impacto que tenían sus palabras en la opinión pública. La mañanera evolucionó y se convirtió en una plataforma política que 12 años después lo llevó a la Presidencia. Aquella experiencia la repitió, pero aparentemente con una clara estrategia desde el principio: utilizar para atacar a medios, periodistas y a quien se le cruzara en el camino, mientras establecía una narrativa maniquea entre él, como salvador del pueblo bueno, y los enemigos de las Patria, que representaba todo el pasado.La mañanera fue un éxito. Logró desconstruir la realidad y construir una propia, disasociando su persona de su gestión como presidente, y construir una maquinaria de propaganda que acompañaba una narrativa, por más disparatada que fuera -¿algo más absurdo que los detentes religiosos como freno de la Covid-19?-, que le permitió mantener muy altos sus índices de popularidad y trasladarlos a las urnas para darle la victoria a Claudia Sheinbaum. La presidenta no quería mantener las mañaneras, pero no tenía espacio de maniobra para liquidarlas súbitamente ante las presiones de su antecesor.También le han funcionado de maravilla, como lo prueba la encuesta de El Financiero sobre el acuerdo presidencial al arrancar el año, que la ubicó con una aprobación de 78%, el más alto haya registrado para sus antecesores desde que se mide, a principios de los 90’s. Una prueba adicional fue la encuesta anual de Latinobarómetro, la ONG chilena con tres décadas de medir la aceptación de la democracia en América Latina, que reprodujo parcialmente El Financiero ayer, que revela que la satisfacción de los mexicanos con la democracia es de 50%, el nivel más alto desde 1995.La encuesta de Latinobarómetro fue publicada en diciembre, pero solo hasta ayer generó polémica al ser retomada por el diario, tras el periodo de vacaciones. La ONG reconoce el debate sobre la definición de cuál es el momento en que un país deja de ser democrático, aunque admite que la medición sobre la calidad de la democracia tiene que ver con la democracia liberal -contrapesos, rendición de cuenta, régimen de libertades, particularmente de prensa, y respeto a los derechos humanos- que vivió España tras la muerte de Francisco Franco. Hay otras definiciones, como la shumpetariana que la define a partir de elecciones libres y competidas, y otros siguen las ideas del politólogo Robert Dahl, de que es un proceso en constante aprendizaje.Si bien la satisfacción con la democracia se sitúa en el 50% de la población, cuando se pregunta con qué, democracia o autoritarismo, están más de acuerdo, el 49% dice que con la democracia, que es un porcentaje exactamente igual que en 1995, cuando el país estaba sumido en una profunda crisis económica, y tres puntos menos que en el último año de Ernesto Zedillo en la Presidencia. Durante el Gobierno de Vicente Fox el porcentaje fue muy superior, salvo en 2001 y en el de Felipe Calderón en 2009 (42%), cuando estalló la crisis financiera mundial, y la debable de imagen de Enrique Peña Nieto en 2013 (37%), manteniéndose relativamente estable hasta el sexenio de López Obrador, cuando la preferencia por un Gobierno autócrata subió de 11% en 2018 a 33 en 2023, contra 38% y 35%, respectivamente, que prefería la democracia.Sin embargo, los niveles de aprobación de López Obrador se mantuvieron altos mientras comenzaba la destrucción del edificio democrático liberal, sin que le afectara. La situación cambió en 2024, cuando quienes optaban por la autocracia cayó a 24% y quienes apoyaban la democracia se disparó a 49%. ¿Cómo explicar el giro? Latinobarómetro ayuda. Los indicadores de opinión no son predictivos de comportamientos, sino más bien, delatan el ánimo de las naciones y sus peligros, señala en el informe.Si tomamos literalmente esa aclaración, se podría argumentar que los mexicanos, en su mayoría, ni entienden mucho de democracia ni tampoco les interesa ese modelo de organización social. La votación mayoritaria por Sheinbaum en todos los segmentos demográficos, por educación o ingreso, revelan las emociones y las reacciones ante los peligros que señala Latinobarómetro, y no por un sistema de largo plazo en donde existan juzgadores autónomos, deliberación paralementaria, mecanismos de rendición de cuentas, libertades plenas y un poder que no esté concentrado en la presidenta.A finales de año, en una gira por Tlaxcala, Sheinbaum dijo que México era, quizás, “el país más democrático sobre la faz de la Tierra”, que es como un billete de tres pesos. El nuevo régimen que se injertó en los primeros 100 días de su Gobierno es autócrata, un modelo que como enfatizó Latinobarómetro, se instala con dificultad -aquí regresó unos 40 años después de haber comenzado su desmantelamiento- y se quieren llamar democracia, haciéndole creer a los ciudadanos que son democracias, sin serlo.Pero da igual. Como López Obrador, Sheinbaum está construyendo su realidad alterna a través de la mañanera, un vehículo fundamental para construir el consenso para gobernar, neutralizar la crítica y descalificar a quien le estorbe. No tiene el carisma de su antecesor, pero heredó su maquinaria de propaganda y el modelo. La mañanera es un intrumento de establización y control social, muy importante ante los nubarrones en el horizonte.