Que las redes tienen una vertiente venenosa es algo de lo que hablamos constantemente sin hacer nunca nadaHe releído por casualidad un artículo de EL PAÍS de 2019 sobre Natascha Kampusch, aquella chica austriaca que fue secuestrada y mantenida en un sótano desde los 10 años hasta los 18 y que se escapó en un descuido de su raptor (el monstruo se tiró a un tren horas después de que ella se liberara). Eso fue en 2006. Cuatro años después, Natascha tuvo el valor de publicar un libro contando su infierno: las violaciones, los abusos psicológicos. Lo hizo como forma de superación personal y también para combatir los bulos de la prensa amarilla, que decían que había sido su madre quien la vendió al pedófilo. Pues bien, en 2019 se vio obligada a sacar otro libro para denunciar el ciberacoso al que ha sido sometida. Durante años fue insultada en las redes, humillada, amenazada. Se han burlado de su sufrimiento y le han dicho cosas como “Deberías haberte quedado en el sótano donde te encerraron” o “¡Muérete!”. Cuenta Kampusch que acudió a la policía, pero que no hicieron nada. Y que a veces se sintió tan mal que pasó semanas sin salir de casa (otra vez secuestrada).Que las redes tienen una vertiente venenosa es algo de lo que hablamos todos constantemente sin hacer nunca nada. El ciberacoso puede ser letal para cualquiera, pero es aún peor para los más frágiles, como los adolescentes y las mujeres, sobre todo si han sido objeto de abusos sexuales. Hace un par de semanas publiqué en esta misma página un artículo sobre esa pobre francesa sexagenaria a la que su marido drogó durante décadas para ofrecerla sexualmente por internet, y enseguida aparecieron comentarios digitales en donde se dudaba de la inocencia de la mujer. Puedo comprender muy bien cómo se sentía Natascha, cómo se sienten esas víctimas de violencia que son doblemente victimizadas por los energúmenos que pululan por las redes.Me parece que aún no sabemos manejarnos en el ciberespacio. Creo que tanto los ciudadanos como los políticos y los medios de comunicación damos demasiada importancia a estos bravucones de pacotilla. Los trolls (así se denomina a los matones de las redes) no han nacido con internet: han existido siempre. Pero antes eran esos tipejos violentos y amargados que se acodaban de madrugada en las barras de un bar soltando improperios contra el mundo; era el compañero de trabajo al que todos evitaban porque era odioso, además de un cretino; era ese personaje solitario y marginal cuyos exabruptos nadie hacía caso. Lo malo es que ahora les hemos dado un altavoz a esos mentecatos y, lo que es peor, escuchamos y reproducimos en los medios sus mentecateces como si tuvieran algún sentido. Pues no, no lo tienen. Recomiendo hacer con ellos lo mismo que hacíamos antes con esos personajes atrabiliarios: no prestarles la menor atención. No contestes jamás a un troll: le das visibilidad y haces que los algoritmos le favorezcan.Una amiga querida, Pilar Pérez Estévez, psicóloga y pedagoga y una eminencia en educación, acaba de contar en su canal de YouTube una preciosa historia sobre una investigación del epidemiólogo David Snowdon. El trabajo, publicado hace 20 años (el libro se titula 678 monjas y un científico), sigue siendo hoy igual de fascinante y relevante. Snowdon estudió el envejecimiento y el deterioro mental de una comunidad de monjas: todas ellas vivían de la misma manera, comían lo mismo y hacían las mismas cosas, de modo que la diferencia ambiental quedaba neutralizada. Pero resulta que, cuando ingresaron en la orden, muchas décadas atrás, se les había pedido que escribieran 200 palabras diciendo por qué querían ser monjas. Snowdon analizó esos textos y los clasificó en tres grupos, dependiendo de si usaban expresiones positivas, neutras o negativas; y también tuvo en cuenta lo que llamó la “densidad de pensamiento”, es decir, cuántas palabras utilizaban para expresar una idea. Pues bien: las monjas que, 60 o 70 años atrás, habían mostrado una mirada más positiva y una mayor riqueza verbal resultaron ser significativamente más longevas y sufrir menos demencias. Teniendo en cuenta que los trolls poseen una densidad de pensamiento tendente a cero y una negatividad extraordinaria, yo diría que van a morirse pronto y mal. Pero en el entretanto habría que ir regulando de algún modo las redes, me parece.© ROSA MONTERO./ EDICIONES EL PAÍS 2021