En los dos años después del levantamiento del 25 de marzo de 1821, los griegos obtuvieron muchas victorias contra los ejércitos del Sultán. Tenían desde el principio el apoyo decisivo y munificente de la diáspora helena: los griegos de las islas jónicas, bajo protectorado británico, encabezados por Kapodistrias (quien gobernaría Grecia los primeros tres años después de la independencia), los de los principados del Danubio o rumanos, y los de la región del mar Negro, pero también, dentro del Imperio mismo, los fanariotas de Constantinopla, los alejandrinos, los de los balcanes y los de muchos otros enclaves históricos helénicos.Sin embargo, en 1826 cayeron bajo el poder de los otomanos Misolongi y Atenas, derrotas claves para la causa insurgente, junto con numerosas y muy sangrientas batallas que debilitaron la resistencia griega que con tácticas de guerrillas presentaban los kleftes (literalmente “ladrones”; cuadrillas de bandidos-insurgentes que se ocultaban en los montes y conocían mucho mejor que los turcos sus abruptos territorios). También, como no puede faltar en esos casos, habían surgido importantes divisiones entre los propios griegos.Fue en ese punto cuando las tres grandes potencias, Francia, el Reino Unido y Rusia, decidieron intervenir y mandaron en 1827 sus escuadras navales que en la batalla de Navarino destruyeron la flota otomana. En paralelo, un cuerpo expedicionario francés desembarcó en el Peloponeso y las tropas rusas invadieron las provincias rumanas. Para evitar que Rusia tomara Constantinopla, los ingleses lograron un acuerdo diplomático; en 1829 el Sultán firmó un tratado con el Zar que finalmente se completó un año después en la Conferencia de Londres, donde se proclamó la independencia griega cuyos garantes eran las tres potencias. El nuevo Estado, sin embargo, tenía un territorio considerablemente menor que el que actualmente comprende la República Helénica.La capital de la Grecia independiente desde 1829 fue Nauplia, en la costa oriental del Peloponeso y Kapodistrias encabezó el gobierno hasta su asesinato en 1831. Para que cesaran los conflictos internos, las potencias buscaron un rey que gobernara el nuevo Estado, y en 1832 se eligió al Príncipe Otón de Wittelsbach, segundo hijo de Luis I, Rey de Baviera. En 1834 Otón I trasladó la capital a Atenas, por entonces en ruinas y casi despoblada; en las décadas siguientes logró reconstruirla y organizó un gobierno que pusiera cierto orden en la anarquía de lo que apenas podía llamarse un país.Los arquitectos bávaros y franceses encargados del urbanismo y los edificios públicos imprimieron a la capital una fisonomía neoclásica. Los griegos que nunca habían salido de su comarca deben haber visto con asombro cómo aparecían en el paisaje réplicas nuevecitas de aquellas ruinas de la antigüedad que tan poco les importaban.Resulta curioso que décadas antes, en la última del siglo XVIII, una capital recién inventada en el Nuevo Mundo, Washington, también se quiso neoclásica, en su caso emulando la Roma republicana. Atenas, mientras tanto, buscó sus ejemplos en la ciudad de Pericles y logró cierta homogeneidad y armonía que luego, sobre todo en el siglo XX, se encargarían de afear sus habitantes que se multiplicaron por miles. Sin embargo, todavía quedan en el centro excelentes ejemplos del neoclásico decimonónico.