Pues sí, ignotos educandos que recién van abordando la vida universitaria en el centro donde laboro y colaboro, les comunico que, a partir del ciclo escolar que acaba de comenzar, son los incipientes afortunados en prescindir de mi rutilante quehacer didáctico como maestra de Redacción en primer año, al que me había venido dedicando durante los lustros suficientes para que su número se haya borrado de mi gastada memoria.En lo sucesivo, y para su espléndida fortuna, no seré yo la encomendada para inducir, promover, corregir y sancionar sus pinitos literarios, ni el mordaz verdugo que condenará su insolvencia gramatical provocada principalmente por su escaso (o nulo) hábito de la lectura, ni quien se escandalice con su sintaxis asesina y recrimine su infame ortografía. Porque son unos auténticos suertudos, no les tocará vérselas conmigo ni con mis agobiantes peroratas sobre la importancia de la observación, la reflexión, la originalidad y la disciplina como elementos primordiales para escribir, ni tendrán que hartarse con los sarcasmos e ironías que les aplico con rudeza para hacérselos entender.Hoy que esta sinuosa “encantadora de serpientes” (mote que como elogio me aplicó mi apreciada coordinadora académica) ha abandonado la pista número uno del circo, no saben de la que se salvaron, y les confieso con sinceridad que no los conozco pero ya los extraño, porque sé que me perderé de todo eso que las numerosas generaciones de novatos que les antecedieron me han dejado; huellas imborrables y grandes enseñanzas que en su momento me sorprendieron, y que hasta hoy atesoro como trofeos al esfuerzo invertido en hacer que exploraran su creatividad aplicada al lenguaje y reflejaran su entusiasmo en la elaboración de textos memorables. Aquí mismo enviaré mi más sentido pésame a los de séptimo y noveno cuatrimestre que aún me siguen padeciendo como mentora, pero sé que sobrevivirán y también pervivirán en mi memoria (si antes no se la lleva el Alzheimer).Dedicarse a la docencia, en definitiva, tiene sus bemoles y sostenidos en todos los tonos de la escala musical. Haberle invertido al oficio más de cuarenta años de la propia biografía, pienso que ya es motivo suficiente para cambiar de melodía y aprender a dominar otras tonalidades más acordes con la capacidad física y vocal, pero sobre todo es rendir tributo a la prudencia para permitir que otros lleguen a refrescar el escenario con su flamante arte.Es por eso que, en cuanto me fui percatando de que los bisoños a quienes di clase en primer año de universidad se iban incorporando al cuerpo docente de la misma, supe con certeza que me había llegado el turno de ceder la estafeta a esos nuevos mentores, no sin elevar sentidas plegarias para que el buen Dios se apiade de ellos y les conceda el tino de orientar a quienes, en el futuro y porque es ley de vida, a su vez llegarán a tumbarlos de la silla.Incontables serían las vivencias atesoradas durante mi periplo consagrado al quehacer didáctico, al que llegué por una de esas venturosas chiripas que el destino nos depara sin sospecharlo siquiera. Nunca pude imaginar que, cuando aquella amiga de mis hermanas mayores me pidió suplirla como maestra de inglés, en una secundaria vespertina para trabajadores, me estaba abriendo un portal hacia la dimensión desconocida. A los 17 años de edad, como guía de una veintena de pupilos mayores que yo, descubrí la vocación que años después compartí con el periodismo y ambos me trazaron el camino recorrido hasta hoy y plagado de indelebles experiencias. Una de ellas, haber sido maestra de un secundariano vivaz, malhablado, tragón y revoltoso que está a punto de barrer con los Oscar durante la edición del presente año. Nada en él ha cambiado, pero ha ganado la entrañable sencillez con la que trata a quienes convivimos con él y por estos días le rendimos un íntimo tributo. Gracias, Guillermo del Toro, por concederme el privilegio de haberte enseñado a escribir en máquina de las de antes.