La conversación pública de los últimos días ha estado centrada en el tema de la revelación de datos privados que hizo el jefe del Estado mexicano, respecto de los ingresos que aparentemente obtiene el periodista Carlos Loret de Mola. Hay coincidencia en el señalamiento de que el evento constituye un error grave, pero, sobre todo, un abuso de su poder.Más allá de la defensa a una persona en particular, es importante decir que el hecho sí es delicado, porque lo que evidencia es que la Presidencia de la República está dispuesta a utilizar todo el peso de las instituciones públicas para combatir a quienes, de manera legítima o no, discrepan de su visión, proyecto y método de hacer las cosas.En el fondo, este asunto debería llevarnos, por lo tanto, a una discusión seria sobre cómo construir más y más democracia; y en ese sentido, cómo establecer límites al hiperpresidencialismo mexicano, el cual resulta no sólo disfuncional, sino, ante todo, contrario al espíritu democrático que debe animarnos a todas y todos en la construcción de un país de libertades y bienestar.Juristas de la talla de Diego Valadés y otros, han señalado que el enorme reto que tenemos como país es modificar adecuadamente al artículo 80 de nuestra Carta Magna; pues en su redacción actual impide contar con un gobierno que tenga una naturaleza, no unipersonal, sino de auténtico órgano constitucional de Gobierno, que sea capaz de reflejar el pluralismo político que existe en el país.Desde esa lógica, lo que está a discusión desde hace ya varias décadas es cómo introducir en nuestro sistema, elementos que nos conduzcan a un régimen cada vez más de corte parlamentario, que permita también fortalecer los equilibrios, contrapesos y control del gobierno que tanta falta nos hacen.Tal como se encuentra redactado hoy ese artículo de la Constitución, facilita y estimula una tradición poco democráticamente limitada en nuestro sistema político, y genera estímulos perversos para el desarrollo de visiones patrimonialistas del poder; y confusiones de índole más allá de lo racional, desde las que se comete el exceso de asumir que las instituciones y la República misma están literalmente encarnadas en el cuerpo del gobernante.México requiere una reforma política de gran calado, adicional a las que se han llevado a cabo en los últimos lustros, centradas mayoritariamente en cuestiones electorales y que han buscado mayor equidad en la competencia electoral; a pesar de ello, hace falta avanzar mucho más en la consolidación de un auténtico régimen de partidos políticos que, con base en su capacidad de representatividad ciudadana, ocupen escaños en el Congreso y accedan a cargos en el Gobierno, respondiendo indeclinablemente a favor de la ciudadanía.Lo que tenemos ahora es todavía un sistema que produce un insostenible círculo vicioso de partidos políticos sin representatividad democrática de las mejores causas de la ciudadanía; como consecuencia de ello, un Congreso donde sus curules están mayoritariamente secuestradas por estructuras electorales y clientelares; y todo ello alineado a un régimen presidencialista donde todo el sistema sigue girando en torno a un solo individuo que tiene una preminencia sin contrapesos lo suficientemente sólidos para acotar efectivamente su poder.Lo que se vio frente al caso del periodista Loret es preocupante, sobre todo porque entonces cualquier ciudadana o ciudadano puede enfrentar todo el peso del Estado, de manera arbitraria, discrecional y desproporcionada. Lo cual resulta a todas luces contrario a un régimen de libertades donde lo que debe privar es el Estado de derecho bajo las coordenadas del paradigma de los derechos humanos.México no puede depender de la autocontención de las y los gobernantes; mucho menos del voluntarismo de quienes ejercen los cargos públicos. Lo esencial sería por el contrario, salir de la trampa de un presidencialismo sin controles efectivos, y avanzar hacia la reinvención del Gobierno, en clave de pluralismo político, representación ciudadana auténtica y defensa irrestricta de los derechos humanos.