Jueves, 19 de Diciembre 2024

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Lo inconmovible

Por: Augusto Chacón

Lo inconmovible

Lo inconmovible

Una familia va en su coche, nada más importante que ese momento, ir juntos en el auto; para cualquiera ajeno a ellos: uno de los actos comunes a tantos, trivialidades de la rutina. Un grupo de personas ensimismadas montado en un camión del transporte público, puente móvil del que se valen millones cada día: insignificancias de la cotidianidad en una ciudad inmensa. Hasta que lo podrido irrumpe en la rutina y nos recuerda que el mal también es cotidiano, que medra, parasitario, sin que nos demos cuenta, sin que queramos darnos cuenta: los criminales, unos, bloquean el paso del coche de la familia y otros detienen el camión. Esgrimen armas y a gritos expulsan a la familia de su nave, bajan al chofer, a los pasajeros. Prenden fuego a los vehículos. Qué bueno que no dañaron a nadie, se antoja decir; sólo pensarlo avergüenza: ¿tan bajo hemos caído? ¿Deslizar un agradecimiento implícito a los criminales por su magnanimidad? Lo peor es reconocer que, pasados los primeros tres, cinco segundos, la familia y los pasajeros entendieron lo que pasaba y supieron lo que tenían que hacer, al cabo, el suceso, los sucesos, bien vistos, y mal vivido por ellas, por ellos, fueron mero avatar de la rutina: su carácter esporádico no los coloca como imposturas en el paisaje: pertenecen, tienen su lugar, lo podrido acecha, es sabido.     

Caminos de la voluntad práctica para llegar a ser el más apto y supervivir, sin la cantinela de la ayuda mutua, factor de la evolución: querer formar un mar con las manos, con el agua que en los puños se pueda contener. Con brazadas de aire erigir islas en ese mar, columnas y columnas del aire que abarquen los brazos y edificar muros y recluirnos. Querer fundar una realidad íntimamente propia, renunciando a las palabras, tapándose los oídos, mirando al cielo o cerrando los ojos. Sentir sin tener que sentir físicamente, validos de la imaginación y, los afortunados, del recuerdo. Querer el tesoro de la libertad y reconocer que, es suficiente la que sea accesible y exclamar con Hamlet: “podría estar confinado a una cáscara de nuez y considerarme rey del universo.” Querer ser uno con los demás, pero asumir que no está el tiempo para andar con colectivismos románticos, la era apenas alcanza para que cada cual se empeñe en su ínsula artificial, rodeadas de mares intransitables poblados de otras soledades.

Meandros para sobrevivir desde la voluntad que se manifiesta exclusivamente para decir: no, sin pretender la calidad de ser apto: no querer nada, no saber que no se quiere algo sino lo que la necesidad, la costumbre y la imitación imponen. Renunciar al anhelo de atisbar mares navegables pespunteados de continentes. Ignorar casi completamente la realidad simple y compartible, el tacto, el gusto, la música, la voz, los aromas, abstenerse de buscar palabras para designar sus componentes, conversarlos con los demás y, así, tornarlos nuevos cada vez. Despreciar la opción de la libertad que se entrelaza con otras y hacerse parte de la sociedad, en sociedad, conformarse con el estar que no pregunta, que no duda. No apurar la curiosidad por el lado opuesto de la negación apática, por la tranquilidad que producen los refugios hechos para las circunstancias incontrolables, origen de supervivencias infelices, meramente biológicas.

Por sobre la ciénaga de la fatalidad de no desear sino lo que parece estar a nuestro alcance inmediato, sin el impulso por entender y cambiar las condiciones, y por encima del pantano de no aspirar a algo más que lo que la fisiología y ciertas pulsiones demanden, quedan, en ruinas, puestas sobre estructuras endebles, fierros viejos, los instrumentos que desecarían esas marismas: la Constitución y las leyes, la democracia, la justicia social, el Estado de bienestar, las instituciones. Quienes las operan, debían operarlas, sacan por un costado el lodo y lo regresaban por otro; sí, cada seis años anuncian que cambiarán los metafóricos empaques, propulsores y mangueras, enarbolan un “ahora sí” tajante que agita a los habitantes de los muladares, aunque el sistema quede intocado, bonita tradición: extraer las viscosidades por aquí y hacerlas entrar de regreso, con otros colores, por allá.

De pronto, cuando pensamos que rematamos adecuadamente la reflexión, nos avergonzamos, reconocemos con rubor que no basta el uso de figuras, de imágenes pretenciosamente literarias para estar satisfecho con lo expresado y correrse, sin aparente desdoro de la dignidad, a la rutina-rutina que, a pesar de todo, nos aguarda, serena a veces, violenta de cuando en cuando. Pero queda una pregunta por hacer: a estas alturas ¿también tendremos que agradecer a los criminales por mostrarnos, de manera terrible pero sistemática, que los instrumentos y las autoridades que nos hemos dado, o nos ha impuesto, para convivir en armonía y así, armónicamente, dirimir las diferencias, progresar y resguardarnos entre nosotros, tienen fallas que de día en día parecen irreparables? Aunque, quizá no tengamos nada que agradecerles; la inercia nos arrastrará, olvidaremos de estas jornadas el fuego, las armas empuñadas, la impotencia y comenzaremos a mirar con furor deportivo el salvífico advenimiento de las próximas elecciones, que removerán el lodo sin cambiarlo de sitio o menguarlo, lodo yermo se quedará.

agustino20@gmail.com
 

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