Miércoles, 04 de Diciembre 2024

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Las lecciones de la pandemia

Por: Eugenio Ruiz Orozco

Las lecciones de la pandemia

Las lecciones de la pandemia

Hemos cumplido casi ocho semanas de reclusión. El tiempo se aplana. El ayer y el hoy se asemejan demasiado. Para los que todo tienen, nada cambia, si acaso algo puede alterar su forma de vida están prestos a moverse, son ciudadanos del mundo. Para quienes somos parte de las clases medias, que tenemos, hasta ahora, el alimento garantizado y un lugar donde resguardarnos, un día y el siguiente son iguales. Vivimos con la esperanza de que esta pesadilla termine para seguir viviendo como antes. Para los que tienen poco o nada, podríamos suponer que nada cambia, tienen tanto tiempo en el fondo de la pirámide social, que es difícil pensar que algo se modifique. 

Falso. En unas semanas todo ha cambiado. Se perdió la certidumbre.

Ayer, aunque en forma precaria, injusta, dolorosa incluso, los mínimos indispensables estaban cubiertos, aunque no para todos. 

Un salario insuficientemente remunerador, que se sumaba al de la familia, permitía enfrentar el día a día. No ajustaba, pero hay la llevaban. No todos tenían casa, pero sí había una casa a la que todos llegaban y compartían lo que había. Había solidaridad, esperanza.

Un sistema de salud, disminuido, precario, inequitativo, injusto, humillante si se quiere, permitía ir superando, a muchísimas mexicanas y mexicanos las enfermedades y padecimientos que van de la mano de la vida.

Una estructura educativa deformada por los intereses políticos, llena de pequeños egoísmos, deficiente por su calidad, incapaz de formar personas para el éxito, lejana a convertirse en la palanca para lograr la movilidad social y ofrecer un mejor destino, no era lo mejor, pero funcionaba.

Sí, ahí estaba, con todas las imperfecciones que se quiera, sin embargo, era una tablita de salvación para quienes le apostaran al esfuerzo personal. No incluía a todos, pero muchos pudieron por esa vía construir un futuro mejor.

 La seguridad pública no era ajena a múltiples intereses, pero funcionaba. Las calles, cubrían su doble propósito: eran las vías que conectaban a la ciudad, pero también eran el espacio de convivencia del barrio. Allí aprendimos a jugar, hicimos amigos, la tradición, esa forma de cultura oral, de enseñanza de padres a hijos, florecía bajo la vigilancia de los abuelos.  Ahí se formó nuestra identidad como ciudadanos y el amor por el terruño. La calle era prolongación del hogar y era segura.

El problema es que el tejido social se rompió. No sabemos, ni nos importa, quién vive al lado. Si el hijo de alguien próximo llega a casa con un BMW último modelo, admiramos el automóvil y no preguntamos cómo es que un joven de 18 años lo consiguió. Vemos la forma y descuidamos el fondo.

El problema es que el gobierno se vació de autoridad, perdió su razón de ser, y parece que a pocos importa.

El problema es, entre otros, que dejamos de conjugar en primera persona del plural y las únicas palabras que nos importan son: Yo y Mío.

Fuenteovejuna. Llegó la hora de pararnos frente al espejo.

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