Dentro de un estudio de danza y en buena parte de la vida en general, quizá lo más difícil para mí sea perder el miedo al ridículo, al equivocarse, al acumular errores. Estamos obligados como artistas y como sociedad a hacer de nuestra vida una inmaculada experiencia, un cúmulo de éxitos que deberían de vestirnos y que luego deberíamos de lucirlos. Esta, la era en la que nuestras vidas están más expuestas que nunca gracias a las redes sociales, son un marco permanente a la vida que no llevamos pero que estamos empujados a llevar. Pero qué hay de lo que no exponemos, del paso que no sale, de la nota que no se alcanza, qué hay de los cambios de planes que tenemos que hacer por mañas presupuestales, qué hay de relaciones (personales o laborales) fallidas, oportunidades perdidas, ascensos truncos, que van “modificando” nuestro destino. En realidad, todo esto, todos esos obstáculos, todos esos “errores” son la vida misma pero de algún modo no conseguimos vivirlos de manera que cada cambio de dirección enaltezca el espíritu, en lugar de ello, nos sometemos al error y morimos de miedo sobre todo cuando este queda expuesto.Sí, sí, es verdad que no nos gusta equivocarnos y que constantemente -lo que es peor- buscamos no hacerlo a costa de cualquier cosa, incluso de ensuciarnos las manos de manera mucho más evidente. El ridículo al que no le temen los niños a una muy corta edad viene en realidad de una actitud de apertura hacia la vida en la que el temor no tiene lugar, en la que no se está comprometido con nadie más que con uno mismo. A ese lugar lleno de luz lo llamo libertad. De manera forzada buscamos armarnos para resguardar esa sagrada sensación pero lo que en realidad hacemos es ocultarla y al hacerlo, nos encerramos, dejamos de ser libres y fallamos aún peor, aún más grotesco. Ahora bien, porque el error sea humano y sea quizá el rey de nuestra cotidianidad no nos exime de la voluntad de hacer las cosas, de tomar decisiones correctas. Vivir como si fuera el último día de nuestras vidas, ensayar como si estuviéramos en función, tocar en casa como si estuviéramos en la sala de la Elbiphil, siempre bajo el manto del máximo esfuerzo es lo que yo llamo honestidad, congruencia.La certeza de que nos equivocaremos en el camino y tendremos que cambiar de rumbo siempre es la constante, pero esforzándonos al máximo, dejando como decimos los que nos subimos al escenario “nuestro resto”, lo que tenemos dentro, siendo ciertos y verdaderos es que pasaremos de error en error de una manera mucho más amable y sutil no sólo para ojos y juicios de los que nos rodean sino para los propios. Es urgente pues, regresar o inventarnos aquella luz de infancia donde lo que único que importa es sentirnos llenos, despiertos y con ganas morirnos en la raya ante cualquier situación. Que el trabajo de diario sea este, hacer el ridículo, qué más da.argeliagf@informador.com.mx • @argelinapanyvina