Jueves, 19 de Diciembre 2024

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El origen del mal o fruto de males previos

Por: Augusto Chacón

El origen del mal o fruto de males previos

El origen del mal o fruto de males previos

“Somos buenos para quejarnos”, es conclusión generalmente; a la que se une la siguiente: “pero a la hora de reconocer lo bueno, fallamos”. Tal vez no es ni una cosa ni la otra, al cabo, eso de fijar caracteres nacionales con sentencias deterministas es inútil, y pernicioso. ¿En verdad no hacemos sino quejaros? Digamos, del presidente, del gobernador, de los diputados, etc. Si así ha sido, de poco ha servido, las quejas parecen no cesar y, si nos atenemos a los reduccionismos, ha resultado contraproducente: luego de cada relevo de gobernante resulta que el previo, del que nos quejábamos acremente, fue mejores que el actual.

El caso es que aún priman la corrupción, los malos servicios públicos, la pobreza, la injusticia, el escaso acceso a derechos y, muy importante, la desconfianza. Con lo que nos abismamos ante otro reduccionismo: “todo tiempo pasado fue mejor”, sólo que después de semejante sentencia no hacemos la pregunta consecuente: por qué cuando ese tiempo ido era presente no hacíamos sino quejarnos, sin atender eso que años después alcanza a merecernos cierto reconocimiento.

Nadie incurre tercamente en una actitud sabiendo que no tendrá las consecuencias que busca, en el caso de las quejas, cualquiera pensaría que su fin es, por ejemplo, mejorar la calidad de vida, la seguridad, tener autoridades respetables y confiables. Tal vez lo errado no está en quejarse, forma básica de la crítica, sino en la idea que los causantes del descontento tienen sobre la función pública y sobre los mismos quejosos. Esas nociones son las que conducen a la ineficacia del quejarse, a las que hay que añadir el rasgo ya señalado: tendemos a dulcificar lo que nos queda en la memoria del hacer y el decir de quienes antes tuvieron una responsabilidad de gobierno; no porque nos parezcan mejores según pasa el tiempo, sólo “menos peores”, una vez que son parte de la nostalgia no pasan de habitar las caricaturas en que los convertimos, sin más rencor que el que se asoma en el sarcasmo y en las culpas que asignamos según otra generalización quejumbrosa: “en el poder público todos, mujeres y hombres, son iguales”. 

Las fórmulas anteriores eran eficaces por la indolencia profunda que implicaban: la queja no reclamaba compromiso posterior, ni del emisor ni del receptor, y porque todo parecía limitarse a dos bandos: los políticos y los demás (cuando los primeros cayeron en cuenta de esto optaron por enmascararse de corderos, sin quitarse la piel de lobos). Claro, ningún arreglo social es permanente. La corrupción, la injusticia y la codicia terminaron por dejar a la mayoría de la población en calidad de superviviente: la riqueza de la economía número catorce del mundo que es México la disfrutan muy pocos, y todo lo que podríamos llamar “lo bueno”, sea educación, carreteras, servicios de salud, espacios públicos y seguridad, se pagan aparte; es decir, los pobres se quedan con las migajas, o con nada. Con lo que las quejas, así como las vidas, acabaron por diferenciarse: de entre la gente, unos se quejan por exquisiteces de las ciencias política, jurídica y económica, mientras la masa lo hace por cuestiones básicas, alimentación, vivienda, empleo, medicinas.

De este modo facilitamos las cosas a los que en medio de la sociedad son convidados de piedra, los gobernantes. Para el presidente de la República es más fácil fijar la mirada en las quejas del grupo que acuciosamente hace el recuento de cómo su régimen mina y socava el escaso estado de derecho y a las instituciones; con su atención fija en esto hace un bordado tosco: identifica enemigos, contrae su cuarta transformación a un duelo de vencidas legislativas y mediáticas, y desliza el mensaje, a las y los quejosos que nomás no ven llegar el bienestar, de que le den tiempo: nomás se deshace de sus adversarios, de los de antes, de los de siempre, los conservadores, y enseguida será su turno. La reforma constitucional que propuso para la energía eléctrica y ahora la electoral no son sino retos para “los otros”, detrás de ellas no hay sino el afán por intrincar la posibilidad del diálogo y demostrar que por él no ha quedado, que sus adversarios nomás no lo dejan concretar sus ofertas originarias, a las que no acompañó, durante su larguísima campaña, de la leyenda: haré todo esto, privilegiar a los pobres, bajar los precios de la gasolina, terminar con la corrupción etc.,, tan luego me deshaga de mis oponentes. Lo terrible es que caemos en su juego, y quienes con argumentos y saberes rebaten sus propuestas de reformas y sus obras, dejan la impresión de que hacen a un lado el malestar objetivo de decenas de millones que ven en la reforma eléctrica, en el ignoto litio, en las veleidades de la Suprema Corte, en las institucione electorales y hasta en el Tren Maya, excentricidades ajenas a su vida, que se consume en medio de carencias, tal como fue en los sexenios anteriores.

Andrés Manuel López Obrador no es más que un político de los que el país ha producido con lamentable constancia. Quejarnos de él como origen de todo mal, como si derrotarlo fuera la solución de todos los problemas, acaba por insinuar, como él, que lo bueno vendrá cuando el “lópezobradorismo” se extinga. Sí, es necesario no dejar de señalar sus yerros, las ilegalidades en las que incurre y su ya no tan soterrado afán por perpetuar la polarización destructiva que lo perpetuará a él, al menos ideológicamente. Pero es aún más necesario valernos de lo que sí tenemos al alcance para dejar claro, al tiempo que nos quejamos, que no necesitamos caudillo, ni para bien ni para mal, y que en consenso podemos armar y echar a andar una idea de nación que no deje para después la justicia, que no deje a un lado a nadie.

agustino20@gmail.com

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