El concepto de una verdad única, como criterio para alinear la voluntad de las personas, ha sido históricamente un refugio para quienes evitan la duda. En el ámbito religioso, esta postura ha predominado durante siglos y se ha extendido progresivamente hacia la esfera social y política. La deliberación, que exige incertidumbre sobre lo correcto, lo justo y lo legal, se anula cuando se parte de que todo está resuelto con base en ideas inmutables. En estos casos, el debate deja de ser necesario y solo se requiere adherirse a esas ideas fijas. Cuanto mayor es el apego a una interpretación única, mayor parece el mérito. La duda y la disidencia se consideran entonces desviaciones, tachadas de incorrectas, injustas o ilegales.Este fenómeno es especialmente evidente en las religiones monoteístas del Medio Oriente: Judaísmo, Cristianismo e Islam. En todas ellas existen corrientes fundamentalistas que imponen sus criterios como los únicos válidos para interpretar la voluntad divina. No obstante, el fundamentalismo no es exclusivo del ámbito religioso. También ha permeado las ideologías políticas y sociales, presentándose como una interpretación “auténtica” de ciertos principios. Este fenómeno ha derivado en la tiranía de quienes se autodenominan los intérpretes legítimos de la verdad, ya sea en el nazismo, el comunismo o el capitalismo.En el ámbito jurídico, no hay lugar para verdades absolutas ni criterios inamovibles. La esencia del derecho no es demostrar una verdad definitiva, sino establecer lo correcto, lo justo y lo legal, a través de la confrontación constante de argumentos. Estos criterios no son fijos, sino que deben adaptarse conforme surgen nuevas circunstancias.Por ello, el debate sobre la interpretación de los principios constitucionales es crucial y debe ser resuelto por los jueces. Así como las religiones han buscado una interpretación auténtica de la voluntad divina y las ideologías han intentado someter la corrección a dogmas, en el derecho, la libertad argumentativa es esencial para determinar el alcance de las normas dentro del marco constitucional.El fundamentalismo en cualquier ámbito es peligroso porque concentra el poder de corrección en un grupo reducido, que impone criterios teológicos, morales o políticos que deben aceptarse como verdades incuestionables. Esta concentración es antidemocrática, sofoca el pluralismo y elimina la posibilidad de disentir.La tensión entre fundamentalismo y disenso no es nueva, pero ha alcanzado niveles alarmantes en tiempos recientes, generando violencia y represión. Sin embargo, la democracia sigue siendo un sistema que garantiza el disenso político. En el ámbito religioso, también se observa una mayor apertura hacia la diversidad de opiniones. Un ejemplo es la reciente gira del Papa Francisco por Asia, en la que promovió el diálogo interreligioso. A nivel global, aunque los debates en Europa, Estados Unidos y América Latina son intensos, existen esfuerzos por fomentar la tolerancia política.El proceso electoral en Estados Unidos ilustra claramente cómo el fundamentalismo ideológico puede amenazar una democracia. La polarización extrema, impulsada por narrativas que promueven verdades únicas, ha reducido el espacio para el diálogo y los consensos. En lugar de fomentar un debate plural, se ha creado una especie de “fundamentalismo político”, donde quienes disienten son desacreditados o marginados. Las elecciones han demostrado cómo las verdades absolutas, ya sea sobre política exterior, economía o derechos civiles, se presentan como dogmas inapelables que profundizan la división social.El gran reto que enfrenta México es fortalecer el respeto a la ley y los derechos de las personas frente a la autoridad y entre los ciudadanos. Solo mediante la consolidación de estos derechos podrá garantizarse una convivencia democrática en la que el disenso sea valorado como un principio esencial.