Lunes, 25 de Noviembre 2024

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Diario de un espectador

Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

Diario de un espectador

Atmosféricas. Jardines al romper las aguas. Quedan las enredaderas al fin libres del lastre que el año trajo. Voces alegres, afanes, y la luz renovada que amplía sus dominios. El aire de la tarde pasa corriendo, como un muchacho impetuoso, y anuncia el arribo de la gran nave de la primera tormenta. Pasan esas aguas, el patio relumbra al sol dulcificado. El joven perro mira a la gallina, la gallina considera al gato, y el gato, con suprema indiferencia, no mira a nadie, pero todo lo abarca con su gesto inescrutable. Algo en su felina sabiduría le avisa que la tarde, que apenas declina, será suya. Gatto nel blu, decía la mejor canción de Roberto Carlos. (La rose, l’amore, casa mia/ E un gatto per farci compagnia/ Me da quanda finita/ I non so perche/ La finestra piu grande senza te/ Un gatto nel blu/ Guarda le stelle…)

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Bautismo en el camino a San Gabriel. En el Libro de los Números (6, 24-26), el Señor habla a Moisés, y le indica las palabras para bendecir a los “hijos de Israel”. Palabras de las que todo padre se puede apropiar y luego volver a decir cuando trace la señal de la cruz sobre la frente del niño:

¡Que el Señor te bendiga y te guarde!

¡Que el Señor haga brillar sobre ti su cara, que te sostenga en gracia!

¡Que el Señor vuelva a ti su cara, que te traiga la paz!

Las breves frases traen un poderoso soplo milenario, eterno. Algunas cómodas -a veces de plano fodongas- conciencias bienpensantes se encogerán de hombros: en la suficiencia de su descreimiento verán simplemente algunos deseos piadosos que no les conciernen, que desechan junto con toda la carga de compasión y sabiduría que yace allí para cualquier hombre. Tal vez se ocupa una cierta inocencia, un abandono sagrado y primordial para recibir, en ese saludo para el niño que llega a la existencia, la alegría y la esperanza de una llama que va haciendo su camino a través de los siglos. Una llama que alienta en la vida, en todas las vidas: y cuya duración se celebra y ennoblece ante lo que no conocemos, ni jamás abarcaremos. Un niño, la eternidad.

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Culiacán es una nube de calor de la que emergen tres ríos de sueño, una catedral polvorienta, un jardín de galas botánicas y de artilugios de varia invención. Bizarra acumulación de gestos y estramancias que a veces logran dialogar con las siempre más altas maravillas de la vegetación que los rodea, que casi siempre los mejora y los redime. El vocho blanco, por ejemplo, cuya última travesía fue efectuada por Francis Alÿs a través de desiertos y serranías, yace allí, luego de haber sido estrellado adrede contra un árbol determinado. El óxido hace su trabajo, y sin embargo la buscada invasión de las plantas sobre sus interiores es lenta: no es así de fácil, parece decir el jardín. No cooperaremos tan mansamente para la expresión de una metáfora más bien elemental; nuestra cuenta es otra. Es una obviedad venir a chocar un coche, mensajero de todas esas humanas invenciones que tanto estrago nos propician, para denunciar con su naufragio la futilidad de las tecnologías frente al poderío de la naturaleza. Está bien, parece decir el jardín por conducto del árbol chocado, a través de las yerbas circundantes: buen intento. Pero es mucho más lo que de tus artes espero. Mayor vuelo, imaginación, poderío. Mira ese muro de piedras que dejó en aquel rincón el ingeniero Carlos Murillo: dicen eso y tantas cosas más, y sin buscar con ese intento ni la fama ni la fortuna. Simplemente cumplir así, con la erección de unos cuantos muros en el jardín, las justas tareas de su oficio; dejar allí la constancia de que todo humano intento por perdurar será borrado en un parpadeo de la faz del universo. Y el jardín, en cambio, sabe que habrá de perdurar.

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El meteorito de Bacubirito, sus veinte toneladas de estrella, yace ahora como un toro en su última derrota. Su prodigiosa, su innombrable materia, puede prestarse ahora a los mansos o bobos tocamientos de quienes intentan saber de qué el prodigio está hecho. Irremediablemente, su pretendida disposición ante la mirada de la gente es corta, aun ramplona. Ocupaba, y bien que se dijo, el cielo más vasto sobre él. Ocupaba, el de Bacubirito, todas las intemperies, todos los vuelos de las estrellas sobre su piel, todas las intensidades de los soles culichis, las profundidades de las noches. Nomás así podría el aerolito proseguir con su cósmica trayectoria, con su universal enseñanza. Liberarlo del suelo, hacerlo flotar con mínimos recursos. Poder caminar a su alrededor, considerar sus formas imposibles contra el cielo, ver reflejada su arboladura contra el agua. Intuir así que, entre todas las cosas que son he ahí a lo sagrado, lo que es imposible abarcar, nombrar, entender. De todos los lugares en el universo innumerable, el meteorito escogió con toda conciencia un paraje de Sinaloa, que se llama Bacubirito, para aparentemente interrumpir su vuelo. (Take me to your leader, habrá dicho.) La vida secreta de los aerolitos es inescrutable. Queda la fotografía de un grupo de rancheros azorados, contemplando el pedrusco interestelar que un día antes provocó allí una alta conflagración. Cada uno de los asistentes a la escena supo entonces, quizá sin saberlo, que jamás verían maravilla igual, que eran testigos de uno de los trazos maestros de la creación de todo lo que existe, que eso era el absoluto. Tal vez, que eso era Dios.

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El meteorito de Bacubirito es lo que es. Inmune e indiferente a las torpes argucias de los hombres, a sus torpes tentaleos. Es el mensajero. El absoluto corredor sobre la navaja de su propia errancia. Es el fuego irreductible y es la materia en su primigenia manifestación. Es el espejo sobre el que millones de millones de años se reflejaron, se reflejan aún. Un esencial y omnipotente ojo que encierra, con la sencillez de los relatos bíblicos, la historia de lo que existe. Desde esta hipótesis fue intentado un pasajero albergue para el portento: la batea del concreto llena de agua, unos cuantos tirantes de acero para apenas sostener todo su trapío en el aire, toda la intemperie encima. Un pasaje oscuro para que las gentes, desde una ranura, pudieran darle vueltas a la visión, extraviarse en el vértigo del misterio, encontrar, a la mera, la iluminación. La tan conocida necedad cortó de tajo las alas del intento. Pero el de Bacubirito tiene todo el tiempo del mundo: allí espera. Algún día hombres más generosos y sensatos podrán encontrar más digna manera de rendir el homenaje al universo, al meteorito, a la mirada atónita, inocente y alegre de los rancheros de Bacubirito.
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Por mientras, la catedral polvorienta de Nuestra Señora del Rosario de Culiacán espera también su día. Si alguien, siquiera, pudiera ordenar con discreción y gracia las plazas y las calles que la circundan. Unificar tanto retazo inconexo con un solo pavimento de nobles piedras, con un arbolado esplendoroso, con pilas sencillas y bellísimas. Restaurar los portales generosos, devolver un vasto corazón a la agraviada ciudad de buenas gentes.

jpalomar@informador.com.mx

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