Para la filosofía, el relativismo supone negar el carácter absoluto del conocimiento, pues éste depende del sujeto que conoce; es decir, no se puede proponer que lo que alguien sabe es el conocimiento entero, indisputable, válido en todo momento. Si se quiere una definición técnica, Nathan Tarkov y Thomas L. Pangle escriben: “El relativismo aseveraba que todos los absolutos aparentes no son más que ideales relativos a marcos de referencia particulares”. Para la antropología, el relativismo cultural es la idea de que es necesario que cada cultura sea interpretada y valorada en el marco de sus propios términos, con lo que, según esta noción, es imposible fijar un solo punto de vista que valore la cultura, las culturas, con parámetros universales. Recordemos a Luis González de Alba, murió hace unos años, era crítico respecto al relativismo cultural: “Dicen que tan bello es un kimono de seda, bordado con un hilo de plata, como una falda amazónica de palma trenzada” (lo publicó en La Jornada, en 1996, cuando lo políticamente correcto estaba en cierne, aunque ya plenamente instalado a Luis le tenía sin cuidado). Pero ¿sólo es válida una estética? Cuántos libros, obras de arte, incluidas las arquitectónicas, ha perdido la humanidad por absolutismos de diversas índoles. ¿Qué habría pasado con el conocimiento de una cultura si Fray Diego de Landa, en el siglo XVI, no hubiera hecho una pira con los códices mayas? Aunque sabemos que, inmerso en su cultura, era casi imposible que sospechara que algún tipo de riqueza, inaccesible para él, había en ellos. Y en sentido contrario, no son pocos los artistas contemporáneos que se aprovechan del tal relativismo, al conseguir que llantas usadas, ceniceros llenos de colillas y desechos en general, dispuestos según el humor del artista/instalador, compitan con obras cuyos méritos técnicos son más o menos evidentes, incluso para los espectadores menos avezados, con obras que se volvieron significantes en distintas culturas no porque su valor se decodifique igual en todas partes, sino porque se aprecian de manera diferenciada de tradición en tradición. Pero no nos pongamos solemnes. Para bajarnos (yo) de la nube, al relativismo en esta cultura podríamos frasearlo: qué tanto es tantito. En las novelas y cuentos policiacos que consideramos clásicos, Londres, París o la Ciudad de México se cimbraban ante un crimen emblemático. Y en los casos reales no era diferente, a Jack El Destripador la Policía londinense le imputó cinco asesinatos (el imaginario popular le achaca más); a Goyo Cárdenas, El Estrangulador de Tacubaya, lo condenaron por cuatro homicidios. Ambos son leyenda. ¿En qué lugar quedan los criminales de hoy en día que incurren en homicidio doloso, por todo México, al matar a setenta y dos personas diarias? (De acuerdo con los datos de 2022 publicados el viernes anterior por el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública.) Cada que el promedio baja de esa cifra, digamos 10%, las autoridades convocan un tedeum; y si de repente, como sucede, la cantidad supera lo previo, la relativizan, qué tanto es tantito, y matizan: vamos bien, pero sabemos que falta mucho por hacer, etc. ¿Habrá alguna cifra de homicidios dolosos que debamos considerar absoluta para calibrar el estado que guardan el estado de derecho y la seguridad en el país? Proponemos cero. Sepultemos al relativismo. Parece una desmesura, tal vez no lo sea; exijamos un cero contundente (aunque sepamos que las anomalías, impulsadas por el mal, ocurren), la experiencia enseña que si comenzamos a relativizar, basados en el recuento de acontecimientos recientes, pasamos de diez a setenta, o más, como si todo tan normal, por relativo. La libertad que disfrutamos es plena, dicen algunos gobernantes. Es tanta que ellos mismos pueden, desde el poder que detentan, ejercer la que se les antoja según la conciben, sin que al hacerlo alguien ajeno deba tomar en cuenta que es el poderoso quien alude, directa o indirectamente, a su libertad y a la nuestra; relativizan su libertad con la de las y los ciudadanos: la nuestra es un kimono de seda tejido con hilos de plata, la de ellos es una coraza de acero a prueba de balas, de leyes y ética, lo que claman es su libertad de expresión es una colección de prístinas amenazas. Lo que aseguran es nuestra libertad sin más límites que los legales y la de los demás, se mide en la cantidad creciente de mujeres y hombres desaparecidos, en las fosas clandestinas, en los retenes, en la extorsión, en el yermo amenazante que son los espacios públicos y la relación con quienes gobiernan, no en contraste con la libertad de los gobernantes, lo que la gente pierde de libertad de tránsito lo valoran enfrentado con su libertad de decir según les conviene y aferrados al relativismo de moda -claudicación moral e intelectual- variante del “qué tanto es tantito”: mejor que antes. Quizá -admiten de pronto- quizá estamos mal, pero mejor que antes (tenemos carreteras renovadas y conferencias mañaneras). Este antes es de una elasticidad pasmosa: igual apunta al día previo, al sexenio anterior que les venga bien, o a la época de los bandidos que asolaban los caminos de la Nueva Galicia, la de la Santa Inquisición o la de los edictos del rey de España. ¿Estamos seguros en relación con lo que dice la Constitución y con los impuestos que el Gobierno colecta? ¿Somos libres en relación con las aspiraciones que se volvieron teóricamente accesibles gracias al sacrificio de tantas y tantos? Y las dos categorías, seguridad y libertad, ¿están en relación con la república de mujeres y hombres iguales ante la ley a la que decimos pertenecer? No estamos mejor que antes. No si somos capaces de aceptar que la desaparición y la muerte violenta de tres jóvenes (y como ellos, decenas de miles) anulan cualquier relativismo, complejo o simplón.agustino20@gmail.com