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Compartir la desventura y la esperanza

Por: Martín Casillas de Alba

Compartir la desventura y la esperanza

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Camus resume La caída, su novela corta publicada en 1956, con un texto que bien le pudo haber servido a Gallimard para la cuarta de forros, tal como lo sugiere Herbert R. Lottman en Albert Camus. A Biography:

“Jean-Baptiste Clamence es un hombre que habla sin parar en una confesión bien calculada. Se había exilado en Ámsterdam, una ciudad de canales y luz fría, en donde juega al ermitaño y al profeta quien había sido todo un abogado en París y que ahora atiende a sus clientes como juez-penitente en un bar sombrío. 

“No puede soportar ser juzgado (¿quién -me pregunto-, le gustaría ser juzgado públicamente?) Por eso, se apura y lo hace él mismo, antes que nadie, pero, lo hace como si de esa manera juzgara a los demás, convirtiéndose en un espejo con el que él se ve, pero que nos sirve para que nos veamos de cuerpo entero.

“¿Dónde empieza su confesión y dónde las acusaciones? ¿Es el hombre que habla en este libro el que se enjuicia a sí mismo o a su generación? ¿Es un caso particular o se trata del típico hombre de nuestro tiempo? En todo caso, es un juego de espejos sobre la culpa y sus consecuencias.”

La caída es una de las creaciones personales de los años oscuros de Camus, sin importar que un año después, en 1957, recibió el Premio Nobel de Literatura y, en su discurso, dijo que “escribir hoy es un honor, porque ese acto nos obliga a algo más que a escribir. Me obligaba, tal como yo era y con arreglo a mis fuerzas, a compartir con todos los que vivían mi historia, la desventura y la esperanza.”

El personaje principal de La caída dice apellidarse Clamence que asocio con “clemente”, “generoso” o “bondadoso”. Era un abogado de París especializado en “las causas nobles” que rechazó la Legión de Honor con un tal gesto de dignidad, que ese había sido su verdadera recompensa. Le encantaba ayudar a cruzar la calle a los ciegos, pero, lo hacía más por el gesto de aprobación del publico que aplaudía su generosidad. Dice que no era feo y que era un bailarín que amaba al mismo tiempo a las mujeres y a la justicia.

“Lo primero que tiene usted que saber es que, con las mujeres siempre tuve éxito sin mayores esfuerzos, no digo que haya tenido éxito en hacerlas felices, ni que yo fuera más feliz. No. Sólo tuve éxito, punto.” Jean-Baptiste, como Camus, se relacionaba fácilmente con ellas: tenía la labia de los abogados y era un buen aprendiz de actor. 

Por ser mujeriego tuvo problemas. Cuando estaba lúcido, la culpa le caía de golpe y porrazo. Cuando rechazó a Simone de Beauvoir, esta mujer no se lo perdonó, aunque bien sabía que hay esos que perdonan pero no olvidan, en cambio Clamence, los olvidaba y no se acordaba ni cómo se llamaban.

Una noche, cuando cruzaba el Puente de las Artes en París, oyó un grito: era una mujer a la que le dio la espalda antes que cayera en el Sena: “casi al momento oí un grito que se repitió varias veces y que bajaba con la corriente del río. Cesó de repente.”

Entonces, con la culpa a cuestas, se exila y se convierte en su propio juez: abandona todo y atiende a sus clientes en el corazón del Tepito de Ámsterdam, en el bar Mexico-City, donde despachaba como juez-penitente, contando su historia que, en realidad, es un espejo donde nos podemos ver de cuerpo entero. 

La culpa de no haber salvado a esa mujer es una metáfora de la situación personal de Camus, tanto de su primera esposa que era morfinómana, como de Francine, la madre de sus hijos, “que le emocionaba por su encanto”, pero que era una enferma depresiva. 

Mejor sus amantes, como María Casarés, la preferida, con quien mantuvo una correspondencia apasionada (1944-1959), hasta un año antes que Camus muriera en un accidente.

malba99@yahoo.com

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