Domingo, 05 de Enero 2025

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Como si nada, como si todo

Por: Augusto Chacón

Como si nada, como si todo

Como si nada, como si todo

Un acto inconsciente -si los hay-, un impulso por ordenar puesto al servicio de la colección de libros; un acto aparentemente trivial. De la habitación B llevar el Tomo II de Obras Completas de Cervantes (ed. Aguilar) a la estancia A, distantes, en línea recta, unos pocos metros, en términos arquitectónicos, del segundo piso a la planta baja. Parecía que el volumen no cabría junto al correspondiente Tomo I; si embargo, al empujar un poco los libros de los lados, encajó perfecto. Casi pudo escucharse una especie de clic al acomodarlo, como pieza de un aparato que embona porque entra en su sitio. El orden bien servido.

Un día después otro tipo de orden reclamó atención. Una certeza como empujada desde el cielo -si hay cielo, si hay certezas que no broten de uno mismo-: que los dos volúmenes de Cervantes se reencontraran, luego de los tumbos que suele dar una colección personal de libros que no tiene un espacio único, acomodada con la prisa de una mudanza, fue más que recobrar el orden ordinario, fue algo más ancho y profundo que dos objetos puestos en su lugar, algo que retomó un cauce que no notamos antes. Sí, hay que hacerse cargo de que no “se reencontraron”, es decir: no se mueven según su voluntad, como no lo hacen las cosas inanimadas, es nomás el truco de usar el verbo luego del pronombre se, para indicar que hay que interpretarlo en su función pasiva, y al sujeto, los libros, considerarlo, dice la Real Academia, “paciente”, o sea, que recibe la acción del verbo; pero resulta un guiño tentador unir esa pasividad a otra, de diferente naturaleza, precipitada por las nociones inconsciencia y caído del cielo, a las que atribuimos ciertos sucesos porque suponemos que los acontecimientos, nomás por nomás, se dan, y los símbolos los anuncian, pero los notamos a posteriori.

¿La circunstancia crea los signos o ya están ahí, acechantes? Que Cervantes II regrese a la vera de Cervantes I es de por sí un símbolo o solamente es que el fin de un año y el comienzo de otro imponen la sensibilidad de interpretar lo que sea, el ansia de querer ver que incluso el recobrado orden de un librero entraña el anuncio de un porvenir propicio para lo bueno, simplemente porque antes fuimos descuidados (reconocimiento que reservamos siempre para lo intrascendente) y eso afectó el curso adecuado de las cosas que ahora nos parece podrán ser buenas, porque al fin hicimos nuestra parte, al menos eso nos conviene creer para que el ánimo renovado por la terminación de un ciclo del calendario tenga un asidero concreto. Ya después, días después, la rutina se encargará de hacernos olvidar que por un momento nos creímos capaces de modificar el rumbo mediante actos mínimos a los que atribuimos valor simbólico; la misma rutina que no nos permite hacernos responsables de lo que hacemos o de lo que omitimos, al empujarnos tenazmente a ser y estar al día, metidos en el multicitado “aquí y ahora” que acarrea una dosis de egoísmo, o de ensimismamiento si preferimos matizar.

Bien mirado, este mecanismo, el uso y confianza en los signos avalados por una colectividad global (por ejemplo, borreguitos de juguete en la puerta de entrada, maletas sacadas a pasear a la calle el primer minuto del año, etc.), que durante las fiestas de diciembre se vuelve argumento de mercadotecnia, posibilidad de redención personal y social, recuperación de un sentido casi utópico para la humanidad, es del que se valen, de forma menos obvia, las y los gobernantes para mantenernos quietos, a la espera de las maravillas que no tardarán en materializarse, gracias a ellas y a ellos, por supuesto. Nos hemos habituado al invertido orden de los asuntos públicos: hoy comienzan por el clímax que es el anuncio de lo que harán, lo que invertirán; lo que le sigue es anticlimático: lo anunciado que se posterga o no resultó como nos dijeron o costó más o quedó defectuoso. Pero qué importa, si semana a semana nos estarán aquietando con los signos que crean, sumos sacerdotes, para anticipar el futuro que merecemos y que se queda en eso: un puro merecimiento que, dicho sea de paso, sólo objetivamos merced a los meses sin intereses, porque merecemos y lo obtenemos, cómo no, un refri, una tele, un viaje, al cabo los signos indican que sí seremos capaces de pagar, esta vez sí.

De este modo, no es extraño que los titulares de muchos medios de comunicación tengan que ver con anuncios, rimbombantes, de lo que las autoridades efectuarán, no con los buenos efectos de lo que hayan emprendido. ¿En verdad es nota la foto, el video, de dos gobernantes que avisan lo que en algún momento llevarán a cabo? ¿O es nomás jugar con la implantación efímera de símbolos hueros, ellos mismos, que, andando el tiempo, serán mercadería electoral? En 1960 la U.T.E.H.A., México, publicó un manual: Periodismo Tomo II (hablando de orden, no tengo el Tomo I), el autor, Emil Dovifat, doctor en filosofía, en las páginas finales dice: “La libertad de formación de opinión y de voluntad, que es lo que con más decisión debemos defender, porque es la garantía del desarrollo y la preservación de la democracia, tiene necesariamente que luchar también contra hechos secundarios poco agradables, tales como la tontería, la falta de gusto y la ruindad, que crecen como la mala hierba al arrimo de la libertad de información y la de conciencia.” Con la noticia -debíamos argumentar al profesor Dovifat- de que la tontería, el mal gusto y la ruindad son, o en el mejor de los casos están a punto de ser, los formadores de opinión y de voluntad. Aunque, es verdad, gozamos de la plena libertad de simbolizar según nuestras posibilidades, al poner juntos los tomos de la obra de Cervantes o de descifrar el futuro delineado en las fotos de quienes detentan el poder público.

agustino20@gmail.com

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