Fue el viernes 12 cuando estalló la burbuja: esa flexible pero frágil membrana social que separa nuestra tranquilidad de nuestro espanto. Aunque antes ya tenía noticia del coronavirus —no se hablaba de otra cosa en las redes— preferí no cancelar mi vuelo a Monterrey, donde iba a participar en la Feria del Libro UANLeer. No hay peor pandemia que el pánico —pensé entonces—, sobre todo cuando una amenaza común excita nuestros instintos y debilita nuestros valores. Pero al hacer escala en la Ciudad de México supe que estaba en el epicentro del peligro: en un aeropuerto internacional repleto de viajeros, aeromozas y pilotos que habían pasado por los países más ricos y más higiénicos del planeta, es decir, justo aquellos donde se gestó la pandemia.Apenas llegaba al hotel La Quinta, donde me iba a hospedar, cuando Gabriel Sandoval, del grupo Planeta, me telefoneó para notificarme que, como medida de prevención, habían decidido suspender todos los eventos y presentaciones de sus sellos editoriales, de suerte que, si yo lo deseaba, él me conseguiría un vuelo de regreso ese mismo día. Respondí que prefería respetar mi itinerario, pues estaba ansioso de promover mi novela y no podía faltar a la mesa donde hablaríamos al público sobre el aniversario 60 de Ediciones Era. Un evento, por cierto, que fue muy emotivo, aunque su director, Marcelo Uribe, no pudiera ocultar su angustia ante las nuevas noticias sobre la pandemia y las medidas que en España e Italia se impusieron para contenerla.Incapaz de ignorar tantas advertencias, cuando volví a Zacatecas me preparé para el confinamiento.Como mi Universidad suspendió actividades cuatro días antes de lo previsto por la SEP, tuvimos que cancelar o posponer nuestros compromisos por teléfono o internet. Menos sencillo fue el viaje en coche a San Luis Potosí para traerme a Paloma, mi hija menor, que allá estudia Arte Contemporáneo y tenía pavor de quedarse atrapada en su colonia, donde se habían ya comprobado algunos casos de contagio. Luego de comer con Jorge Humberto Chávez y su esposa Rosy para reprogramar la presentación —también postergada— de mi nueva novela en San Luis Potosí, pasamos por el novio de Paloma, que tenía problemas en su casa y solicitó asilo en la nuestra. De ida, tanto como de vuelta, pude percibir el anverso de la crisis: la incrédula desidia con que muchos mexicanos juzgaban la noticia —un problema del primer mundo, ajeno a su precaria realidad—, influidos acaso por el presidente López Obrador, cuyas declaraciones banalizaban la amenaza pese a la insistencia de los expertos. Cosa extraña: por primera vez fui detenido en un retén de seguridad, aunque en lugar de interrogarnos o de registrar mi auto, el guardia en turno nos intimidó con un soliloquio sobre el coronavirus, que en su humilde opinión era pura política contra México, urdida por el Gran Capital para joder nuestra economía y controlarnos con pavores ficticios y falacias farmacéuticas…Ante ese tipo de opiniones, una vez en casa decidimos atender solo las recomendaciones más racionales, con la asesoría constante de mi hija mayor, Viridiana, que es bióloga y sabe informarse.Así pudimos lidiar con las fake news, evitarnos las compras de pánico, desoír a los inquisidores virtuales que fustigan a los pobres por no quedarse en casa, pero también a los asalariados porque “romantizan la cuarentena”. Como no ha sido forzoso ni total, los tres asumimos el confinamiento como un juego que nos exige realizar actividades creativas o recreativas durante todo el día: así, mientras mi hija y su novio se ocupan con sus proyectos de arte conceptual y sus maratones de Netflix, yo me dedico a leer por placer, a oír mis vinilos o a pintar con acrílico, una afición amateur que no había podido cultivar en mucho tiempo.Por una casualidad providencial, en estas circunstancias, cuando la sociedad exige a sus ciudadanos que se encierren para reducir las posibilidades de contagio, se presupone que los literatos, los académicos y los artistas tenemos una ventaja sobre los demás: aunque necesitamos, como cualquier persona, del contacto humano para vivir, al menos en teoría estamos habituados a trabajar, a comer y a divertirnos sin salir de nuestras “torres de marfil”… siempre y cuando no falten el pan, el vino, los libros ni el WiFi. Es decir, mientras no colapse la estructura social, ni sus medios de producción, ni sus derechos humanos, ni sus servicios públicos. Nos toca, por tanto, desempeñar un papel mínimo pero crucial: mostrar al prójimo que es posible mantener una vida plena incluso cuando las circunstancias limiten nuestra libertad de tránsito y de convivencia.Precisamente, esta relación entre la soberanía individual y las exigencias sociales me recordó un viejo artículo sobre las parvadas de estorninos, que agrupan millares de aves que vuelan juntas, coordinadas como un solo organismo, sin necesidad de un líder que las dirija. Igual ocurre con las abejas, cuyos enjambres son capaces de buscar y de elegir sin error el lugar más idóneo para establecer una nueva colmena. Se trata de una inteligencia de índole colectiva, en la que cada individuo propone decisiones o las acepta mediante señas que intercambia con sus vecinos. De ese modo, cualquier decisión, modificada por otras y otras, se expande viralmente por el grupo, tal como se advierte en nuestro mundo contemporáneo, donde cualquier noticia o estupidez puede propagarse viralmente por las redes, hasta afectar —para bien o para mal— a la humanidad entera.Siendo optimista, de verdad quisiera creer que las circunstancias actuales ofrecen el escenario ideal para imaginar al menos una Utopía. ¿No sería genial que la humanidad tomara consciencia de esta nueva capacidad que le ofrece la tecnología, y desarrollara, aunque fuera a trompicones, una inteligencia colectiva, una consciencia globalizada, una parvada planetaria, capaz de encarar y resolver amenazas comunes más allá de sus líderes individuales? Eso quisiera pensar, pero la realidad me demostró que la inteligencia colectiva de la humanidad es menor que la de los estorninos. Supongo que por una confusión burocrática, a la segunda semana de confinamiento, la Comisión Federal de Electricidad —que olvidó entregarnos el recibo bimestral— decidió cortarnos la energía a varios vecinos, justo dos días antes del límite de pago, ya que su personal quería adelantar sus vacaciones y guardar la cuarentena. Por más rápido que pagué mi adeudo y mi reconexión en el cajero automático, supe que no podía pedir demasiado. Aun así, sin electricidad, sin internet, sin música ni microondas, decidimos los tres no quejarnos y encajar con elegancia la adversidad. Después de todo, hay en mi estudio una luz que nunca se apaga: un farol público que ilumina de noche mi balcón con una luz constante y ambarina, perfecta para jugar al go con Paloma, que es una experta, y con mi yerno, al que esta noche (lo siento) le tocará perder.Extrañaremos la música, eso sí, pero no los versos de Morrissey, que resumen cabalmente nuestros callados temores: Take me out tonight / Where there’s music and there’s people / and they’re Young and Alive…Por Gonzalo Lizardo Sobre el autor. Nacido en Zacatecas en 1965, Gonzalo Lizardo estudió Ingeniería química, aunque su orientación giró hacia las artes gráficas, actividad a la que se dedicó junto al periodismo. Tiempo después, se concentró en la literatura para publicar ensayo, ficción y novela histórica, como su más reciente lanzamiento, “Memorias de un Basilisco”, publicado bajo el sello editorial Martínez Roca.También fue becario del programa Jóvenes Creadores del Fonca y del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Igualmente, ha impartido el seminario de novela moderna en la Universidad Autónoma de Zacatecas, donde también labora en proyectos de investigación literarios.Sinopsis. Esta novela rescata las memorias de un personaje excepcional. En las postrimerías del año del Señor de 1659, 40 mil cristianos se aglomeran en la lluviosa Plaza Mayor, en la capital de la Nueva España, para presenciar el primer auto de fe realizado en diez años por el Santo Oficio. El pueblo sigue a los condenados de esa tarde que, en solemne procesión, se dirigen al Quemadero, donde morirán abrasados hasta convertirse en cenizas. Entre aquellos miserables destaca un hombre de grandes ideas, cuya habilidad para vencer enemigos con la pluma o la espada se haría legendaria: Guillén Lombardo, “el Basilisco”, un hombre extraordinario nacido en Irlanda que pasó 17 años en prisión por conspirar en contra del virrey y denunciar los abusos de las autoridades civiles y eclesiásticas.Adelantado a su tiempo, el Basilisco pasó su vida entre Irlanda, la corte española y la Nueva España, donde murió por ser fiel a sus principios. Pirata, conspirador, rebelde y poeta, su vida fue una aventura. Se dedicó al estudio y la ciencia en una época oscura en la que el saber estaba prohibido.Otras obras publicadas• “Jaque perpetuo” (2005) • “Corazón de mierda” (2007) • “Invocación de Eloísa” (2011) • “Inmaculada tentación” (2015) • “El demonio de la interpretación: hermetismo, literatura y mito” (2017)JL