En la tierra de los indígenas mixtecos, una familia de artesanos mexicanos que amasan el barro como la vida misma, ha trascendido el tiempo y traspasado con su arte las fronteras. La creación artesanal del “Árbol de la Vida”, su máxima escultura de barro esculpida y pintada a mano con una tradición ancestral, fue el inicio para que la familia Castillo Orta evolucionara en cráneos de fuego, catrinas, ángeles, demonios y una legión de personajes mundanos, de ultratumba y mitológicos apreciados en el extranjero.Con la tierra misma mixteca del Estado de Puebla, las obras de barro policromado de Alfonso (el patriarca fallecido), Martha y sus hijos Verónica, Poncho, Paty, Marco y Martha Angélica llegaron al Museo de Louvre en París y han sido exhibidas en exposiciones de Alemania, Japón, España, Dinamarca, Brasil, Estados Unidos y, por supuesto, México.“Cada pieza lleva una parte de nosotros, llevan una parte de la historia, una parte de nuestro corazón”, afirma Soledad Martha Hernández de Castillo, el motor de esta familia que lleva en la sangre y el alma el barro de una nación.Suman más de 200 reconocimientos en su taller del municipio de Izúcar de Matamoros, una región de calores infernales hasta donde llegó el Premio Unesco de las Artesanías La Habana Cuba (1995), el Premio Nacional de Ciencias y Artes de México (1996) y el Nea National Endowment For The Arts (2013), entre muchos más.Las seis generaciones, en mesas ubicadas en el patio de la casa, aprendieron de manera autodidacta a amasar el barro cargado del pasado prehispánico, formar figurillas con una perfección única y dar vida con colores brillantes para ser colocados en árboles con hojas con esqueleto de barro cocido a fuego de milenios.Su máxima obra, el “Árbol de la Vida”, en cuyos orígenes se representaban ciertos pasajes bíblicos, como la historia de Adán y Eva para evangelizar a los pueblos autóctonos, hoy son tan complejos como las tradiciones y la vida misma.“Es una cultura de hace muchos años. El colorido, las grecas, todo me parece una cosa increíble. La tradición de mi esposo viene de más de 200 años de parte de su familia”, afirma Soledad Martha, la matriarca.La mujer alentó a sus hijos y ahora a sus nueras, yernos y nietos a mantener el taller familiar, pero siempre en constante evolución para transformar esos árboles en ofrendas indígenas y religiosas, festividades nacionales como el Día de Muertos y hasta pasajes históricos, además de jarrones multicolores.Y en Izúcar de Matamoros se adjudican la creación de los “árboles bíblicos” que se extendieron a diversas regiones del país, mientras que en Metepec, en el Estado de México, se disputan los orígenes prehispánicos de las piezas.“Hay una fusión de cuestiones españolas pero también prehispánicas. Nuestros antepasados los Olmecas, Toltecas, Mixtecos hicimos una fusión”, afirma Marco Antonio Castillo Hernández, heredero de la tradición. Cada pieza que forman en los hornos, tiene una historia, un pasado y un presente, como el Guerrero Águila, un personaje de alta importancia para los mexicas que con la llegada de los españoles se transformó en Arcángel y la gente lo aceptó como parte de la religión católica. “En nuestras obras está la Vida y Muerte, hay gente, hay niños, la vida con la naturaleza y el amor al trabajo que se hace con el corazón”, relata Marco Antonio.El trabajo minucioso y paciente que enseñó Don Alfonso Castillo Orta ahora lo realizan hasta los niños y jóvenes del clan, entre ellos Alfonso Castillo Medina, un muchacho de 22 años quien estudió artes plásticas y ahora no para de crear. “De niño siempre vi cómo hacían las piezas y siempre me dio interés por el trabajo familiar pero en especial el barro policromado”, cuenta el muchacho que ya tiene obras en colecciones privadas y en breve se van 22 a un museo en San Francisco, Estados Unidos.