El sistema anticorrupción, ¿un fracaso?
La memoria es corta y las expectativas, desbordadas
Hace no mucho, el auditor superior del Estado de Jalisco era el traficante principal de impunidad en las cuentas públicas. Alonso Godoy Pelayo se reunía con alcaldes, diputados, jefes políticos y el gobernador a intercambiar impunidad por permanencia en el cargo. Construía un edificio que sólo hacía justicia a su megalomanía, autorizaba cheques para su suegro y se otorgaba bonos por “conceptos de vacaciones” que alcanzaban los 9.8 millones de pesos. Una Auditoría sin credibilidad. Lo mismo podemos decir de la Contraloría del Estado, atada al Ejecutivo y fungiendo como un abogado defensor del gobernador. Su subordinado.
No existía la Fiscalía Anticorrupción. El Instituto de Transparencia estaba severamente cuestionado luego de un nombramiento “por sorteo” en el Poder Legislativo. Ni personalmente, y menos institucionalmente, existía un tejido de espacios autónomos capaces de combatir la corrupción pública y privada. Y en arca abierta, hasta el justo peca. El sexenio de Emilio González terminó con escándalos recurrentes de corrupción. La Legislatura 58 y 59 son las más corruptas y opacas de la historia. Hoy, el Congreso entra en escándalo por el pago de una televisión por internet o por los 60 mil pesos -¡al año!- que reciben los presidentes de comisiones para la operación de las propias comisiones. El Poder Judicial, un coto inexpugnable de Celso Rodríguez. Quien piense que es el mismo Jalisco y que no ha habido cambios, no tiene memoria.
El Sistema Estatal Anticorrupción (SAE) nació como respuesta al colapso y cooptación de las instituciones supuestamente encargadas de combatir los excesos en el sector público. Fueron 2005-2015, años de “vacas gordas”. El Gobierno de Jalisco pasó de tener un presupuesta anual de 48 mil millones de pesos a uno que superó los 100 mil millones. Y, sin embargo, ese caudal de recursos no se materializó en mejores infraestructuras, en mejores escuelas, en mejores hospitales. Ante la gran cantidad de recursos, se multiplicaron las oportunidades de hacer negocio con las partidas públicas. Paradójicamente, el pluralismo en Jalisco no se tradujo en mejores contrapesos, o en mayores controles, sino en la multiplicación de ventanas para la corrupción. La podredumbre alcanzó niveles inimaginables: hasta magistraturas se podían comprar en el mercado de la política corrupta.
Por ello, el SAE vio la luz a través de una organización que presidían ciudadanos externos a los partidos políticos. Hubo innovaciones institucionales para evitar que el Sistema quedara en control de los partidos políticos, el Gobierno o los poderes fácticos. Se construyó toda una arquitectura de la desconfianza: comisiones de selección, comité de participación social, observatorios del sistema. Todas las fórmulas habidas y por haber para evitar que las “cuotas y los cuates”, que predominan en las designaciones públicas, contaminaran el recién parido sistema anticorrupción. Con sus menos y sus más, pero el sistema fue capaz de erigirse con independencia del poder político, a pesar de las resistencias presupuestales y administrativas que hemos visto en los últimos tres años.
Hoy en día, Jalisco tiene uno de los sistemas anticorrupción más sólidos del país. Un auditor confiable. Un Comité de Participación Social que no está en la órbita de ningún interés de carácter partidista o de Gobierno. Una contralora estatal que trascendió administraciones. Un Instituto de Transparencia proactivo y a la vanguardia. Un Poder Judicial que, con resistencias, pero que lentamente se abre en la Presidencia de Ricardo Suro. Y una, aún joven, Fiscalía Anticorrupción que comienza a llevar investigaciones y carpetas ante los jueces, buscando probar las responsabilidades en materia de corrupción que tienen los funcionarios públicos. El Sistema dista mucho de ser perfecto, pero la dinámica institucional ya es distinta a lo que sucedía hace algunos años.
Sin embargo, el Sistema Anticorrupción sigue siendo una construcción endeble y precaria. En estos momentos, depende más de la voluntad de sus integrantes que de la fortaleza institucional. Depende más del compromiso de las partes que del aprecio social por esa compleja arquitectura institucional que tiene como desafío prevenir y combatir la corrupción. Para evitar involuciones, primero, el Sistema debe ser celoso de su independencia e impulsar todas las medidas necesarias para garantizarla. No solamente a nivel federal, también a nivel estatal existen tentaciones de actores políticos para debilitar lo poco o mucho que se avanzó en estos años. A través de recortes presupuestales o presiones a los actores clave del sistema.
Segundo, la independencia no sólo se cultiva en las leyes, sino también en la legitimidad pública. Instituciones valoradas por la ciudadanía son indestructibles. Empero, el Sistema ha gastado mucho tiempo en hablar su propio lenguaje y muy poco en comunicarse con la ciudadanía de a pie. La gente no puede estimar o valorar lo que no conoce. No puede sentir apego a algo que le suena burocráticamente lejano. El Comité de Participación ha hecho razonablemente bien su labor de filtro para la designación de cargos públicos, pero no ha logrado articular una estrategia de pedagogía social sobre el sistema y sus alcances. Es tan nebuloso el Sistema que una buena parte de la ciudadanía no lo conoce y, la que sí lo conoce, no sabe qué esperar. La autonomía debe estar protegida celosamente en la Constitución, pero sin olvidar que la garantía de que estos cambios perduren el tiempo depende de que el Sistema sea visto como una “isla de legalidad”, creíble y confiable, en un marco de corrupción sistémica.
Y esta pedagogía del Sistema no solamente apela a las expectativas y a su razón de ser, sino también a ser un embrión de una nueva cultura de combate a la corrupción en Jalisco. El hartazgo de la ciudadanía ante la ola de casos de corrupción han alimentado una cultura de la justicia selectiva, la venganza y de populismo punitivo. Queremos ver a políticos tras las rejas, no importa si son culpables o no. Dicha concepción de “justicia como venganza” es la antítesis de lo que debe ser un sistema anticorrupción. El Sistema nace como mecanismo institucional para evitar la partidización de la justicia, la utilización del código penal para castigar a adversarios políticos, la proliferación de chivos expiatorios. Esta nueva cultura de combate a la corrupción supone explicar a la ciudadanía que el objetivo del Sistema es desmontar hasta las entrañas de las tramas de corrupción. No es identificar a un presunto responsable y ahí cerrar la carpeta de investigación con la sed justiciera satisfecha. Y, para desmontar los casos a profundidad, se necesitan investigaciones largas, pruebas contundentes, inteligencia financiera y equipos especializados. La justicia tarda, pero cuando se siguen los procesos adecuadamente, siempre llega.
No echemos en saco roto todo lo construido. Vivimos un momento político en donde el voluntarismo parece imponerse a la lenta y aburrida -pero efectiva- construcción institucional. Quien piense que Jalisco es el mismo que hace seis o 10 años, o no tiene memoria o le gusta el status quo. El cambio institucional, particularmente en aquellas encargadas de prevenir y combatir la corrupción, es innegable. Ahora el Sistema, en su conjunto, pero en particular el Comité de Participación Social debe salir de su zona de confort y buscar comunicarse con la ciudadanía en su conjunto. No sólo con los grupos de especialistas, los académicos o los periodistas. El gobernante en turno puede tener intenciones de arrasar con el Sistema y hacerlo parte de la historia. Sin embargo, la destrucción sólo es posible si la ciudadanía no defiende a sus instituciones. Y, lamentablemente, hoy el Sistema no ha logrado construir base social.