Vermeer y el arte como terapia
Como otras herramientas, el arte tiene el poder de extender nuestras capacidades más allá de lo que la naturaleza nos permite hacerlo -es lo que propone Alain de Botton en El arte como terapia-, pues el arte muchas veces compensa algunas de las debilidades innatas o fragilidades psicológicas, tal como lo he experimentado con las obras de Vermeer.
Hace un par de meses se inauguró en el Rijksmuseum de Ámsterdam una exposición con 28 de los 35 cuadros que pintó Vermeer. A los dos días que lo anunciaron, habían vendido 450 mil boletos, un caso inédito en los museos del mundo.
Ahora el público podrá ver estas joyas en un espacio tal como se lo merecen esas obras, de tal manera que sus visitantes puedan explorar apaciblemente aquello que tenga que ver con ellos y que, de alguna manera, compense alguna de sus flaquezas, cuando el arte es un medio que nos ayuda a tener una mejor versión de uno mismo.
La mayoría de los cuadros miden 44 x 40 cm., y representan un tema casero en busca de la calma y la tranquilidad, seguro para compensar la vida en su casa con los 11 hijos que tuvo: una joven leyendo una carta o escribiendo su respuesta o tocando algún instrumento. Cada una de estas pinturas es una escena íntima de la vida cotidiana y los visitantes enfrentan esa vida sosiega, equilibrada y luminosa como la que podrían o desean tener, una vez que Vermeer ha convertido lo ordinario en extraordinario.
De la obra La joven de la perla hicieron una película en el 2003 dirigida por Peter Webber en donde la empleada doméstica es la modelo que posa con un tocado de seda y un arete con una perla, volteándonos a ver con una mirada sensual.
Johannes Vermeer van Delft (1632-1675) vivió en la Edad de Oro de los Países Bajos, cuando experimentaron “el florecimiento político, económico y cultural”. Tal vez por eso sus obras contrastan brutalmente con las de los españoles del mismo siglo, como lo pudimos ver en una exposición en el Museo de San Carlos en donde había, en la sala de los españoles, unos santos retorcidos, moribundos como estaban en la planta baja, mismos que contrastaban brutalmente con los pequeños cuadros de los holandeses del primer piso, ilustrando paisajes campestres y escenas de la vida cotidiana con los que nos volvió el alma al cuerpo.
Es notable la exposición en el Rijksmuseum con estas pequeñas grandes obras porque los curadores le han dado un espacio más que suficiente, como podemos ver esa foto del cuadro de la mujer vaciando la jarra de la leche puesto en un muro de doble altura forrada con tela para que los visitantes puedan apreciar esa joya como no lo habían podido hacer nunca antes. Los pintores, escultores, arquitectos, músicos y poetas colaboran en la construcción colectiva de la Belleza y Vermeer es uno de ellos.
Ojalá que la Coatlicue del Museo Nacional de Antropología estuviera sola en una sala, aislada del resto, para que pudiéramos experimentar el impacto de su dualidad -vida y muerte- tan bien lograda.
He visto fotografías de los visitantes disfrutando de los cuadros en las salas con las paredes forradas de tela que, además, evitan el ruido, creando una atmósfera que es parte de la experiencia estética, una vez que pueden ver a esos personajes iluminados por la luz que entra por la ventana de tal manera que puedan admirar los detalles para compartir el estado de ánimo o si nos provoca recuerdos para que funcionen como terapia, como lo he asociado en esas mañanas también luminosas en la casa de López Cotilla 993 cuando llegaba del ITESO a desayunar y le ayudaba a mi madre a batir la crema hasta que se hacía mantequilla.
El Rijksmuseum ha logrado montar una exposición dándoles el espacio que requieren las 28 obras para que los visitantes disfruten de esas escenas de la vida cotidiana a través de esas pequeñas grandes obras de arte.
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