Sin matices, o no tantos
El respeto a la opinión ajena, a los gustos de los de demás, a sus creencias, es un ejercicio cotidiano, incesante que, sin embargo, no se convierte en hábito; cada vez que se manifiesta algo de lo que las otras y los otros son, es necesario recurrir al mantra: primero el respeto, y mejor si se recita con una dosis de convicción; aunque, una vez pasado el impulso por denostar lo que de los demás luce inconcebible, lo segundo es ser capaz de dar un parecer crítico respecto a la diferencia, y calificar “crítico” nuestro punto de vista individual de entrada supone que no sea meramente un juicio del tipo: lo que acabo de oír -ver, leer- es malo, lo bueno es esto otro o viceversa; actitud que de acuerdo con Roland Barthes (se refiere, en El placer del texto, a la literatura) hace “imposibles los premios, la crítica, pues ésta implica un punto de vista táctico, un uso social y a menudo una garantía imaginaria.” No es poca la gente que toma como “garantía” ciertas críticas, con lo que, paradójicamente está siendo acrítica, y no sólo cuando se trata de literatura, por lo pronto, y para efectos de este texto, en el examen de lo político, lleno de garantías imaginarias sobre las que edificamos la estructura de los juicios personales que son, por ello, inapelables. En todo caso, ser, como decíamos, capaces de la crítica denota (gracias a Kant por sus aportaciones) discernir entre aquello que razonablemente podemos llamar conocimiento y lo está en el espacio donde la razón que conoce se arredra ante la estridencia de las opiniones garantizadas por opiniones que a su vez están garantizadas por opiniones que antes de emitirse pasaron por la certeza que les dieron otras también garantizadas por un juicio del tipo: esto es bueno, esto otro malo porque lo digo yo, lo que al cabo es el aval máximo para la ausencia de diálogo y para el exceso de juicios sumarios.
Pero cuidado, eso que llamamos “juicios sumarios”, dictámenes aparentemente carentes de sustento, sí lo tienen, en experiencias personales o bueno, pseudo experiencias, la mayoría se resumen en la expresión “me dijeron, sé de primera mano que…”, y asimismo están cimentados en el saber personalísimo de la historia y de la Historia, y por personalísimo nos referimos a la traducción libre, apegada a las necesidades de coyuntura, de los sucesos que conviene poner en el estrado de la corte en la que sólo se emiten juicios sumarios.
Una vez expresada la previa, larguísima justificación (a veces la nombran introducción) quizá podamos dejar salir algunos veredictos que parecerán nacidos del hígado más cultivado, no importa, el caso es que no se podrá afirmar que surcan el espacio de la página del diario ayunos del necesario comprender los rudimentos de la crítica y el análisis. Veamos: si Andrés Manuel López Obrador representaba malos augurios para el país, Samuel García es casi profecía bíblica, del tipo de las que Juan escribió en su Apocalipsis. Y no porque el regiomontano tuviera posibilidad de montarse en la Silla del Águila, sino porque basta, para convocar al desánimo, el que una instancia de interés público, un partido político, lo considere digno y ¡meritorio! de semejante encumbramiento. Quienes celebraron su unción como precandidato a la Presidencia por Movimiento Ciudadano y lo postularon encarnación de “lo nuevo” y lo alabaron y lo festinaron (perdón por tanta rima, es para que el juicio sumario simule ser concluyente), ¿no notaron sus evidentes carencias éticas, intelectuales, tampoco su desconocimiento de las cosas que alguien que dizque gobierna un Estado de la República debería dominar? Los votos que un personaje como él pueda conseguir, ¿valen tanto como para que quien tiene cierto prestigio de inteligente, de apto, lo inmole, su prestigio, públicamente, por medio de alzar la mano a Samuel y pregonar a todo pulmón sus supuestas virtudes? Y ya plácidos en el modo sentencia fulminante, nada mejor que las consejas populares, que fungen como fiscales, jueces, jurado y verdugo: ¿ya no les importa aquello de “dime con quién andas y te diré quien eres”? Una cosa muy bonita que posee esta manera de encajar descalificaciones es que es de amplio espectro: abarca, como en este caso, no sólo a Samuel el Mínimo (por lo que duró en la precandidatura) sino a quienes se hacen de la vista gorda.
“La vista gorda” es la forma coloquial en la que caben los matices que esgrimen quienes, un tanto apenados por tener que contener al juicio sumario que todos llevamos dentro, deben dar con las gracias del personaje en cuestión (decimos Samuel, pero bien podríamos mentar a muchas y muchos además): es fresco, representa a los jóvenes, es bravo para y en las redes sociales, es dominante en Tiktok, hemos tenido peores y algunos osados, como pasa con el Presidente de la República, alegan: es un genio para la comunicación. Mecanismo con el que implican que los críticos (a veces lo expresan): no saben nada de elecciones, ni de política, menos de sus estrategias, por eso se niegan a ver lo que de virtuoso hay en Samuel. Resulta trágico: ya no únicamente los fines justifican los medios, los fines se desvalorizaron y los medios, en política, se volvieron rubro económico para una multitud, por ello, hacerse de la vista gorda es éticamente cuestionable pero financieramente rentable.
Después de todo. Después del desahogo. Ojalá demos con el punto común en el espacio del debate público, sin veredictos hepáticos y lejos del nihilismo: con principios éticos, políticos y jurídicos compartidos, alrededor de los cuales deberían partir los hechos de índole social, renunciar a ellos o ponerlos en receso mientras las elecciones o mientras sacamos a unos o a otros -según- del poder, produce partidos y candidatas, y candidatos como los que hoy, por suerte, nomás se dirigen “a militantes y simpatizantes”.