Rocío Coffeen
Nació en San Pedro, Tlaquepaque donde sigue viviendo. Todos los días recorre sus calles en bicicleta hasta llegar al emblemático El Refugio donde da clases; pasa por El Parián para ir a su estudio y vuelve a pasar cuando regresa a casa. Rocío es de una sencillez asombrosa y de fácil sonrisa; suele usar ropa de trabajo y cachucha como lo muestra su fotografía (propiedad de EL INFORMADOR). Sospecho que usa la cachucha para que no se le escapen las ideas. Ha hecho suyo el acogedor estudio que fuera de su padre el reconocido pintor Tomás Coffeen, un espacio rodeado de árboles, flores y colibrís. Aprendió de él este arte viviéndolo, pues era cotidiano observarlo mientras pintaba y luego a los 8 o 9 años recibió de sus manos “un estuche de acuarelas, un pincel viejito y hojas para reciclar” así surgió su primer trazo violeta con el que rompió el pánico del blanco y descubrió otro mundo, el de la plástica. Su padre, admirado por ella (y por muchos debido a su talento) influyó profundamente en su vida pero no en su estilo, son completamente diferentes. Chío, como le gusta que la llamen, se reinventa dentro de un mundo interno: oscuro y luminoso al mismo tiempo que mágico y onírico; un mundo donde es fácil reconocer su rostro dentro de sus obras.
“Pintar y dibujar es el camino que yo elegí para transitar por esta vida, es mi vínculo interno con el mundo exterior. Navego en el surrealismo, esa barca a la cual me subí desde que empecé a jugar con el pincel y el lápiz. Siempre me ha seducido la idea de poder crear mi propio universo y habitar en él, cuando quiero fugarme de mi realidad. ¡Ahí me siento a mis anchas!”.
En esa inquietud de crear, también ha incursionado en el mundo de la cerámica. ¿Será que Tlaquepaque, su tierra le ha reclamado? En este arte se sorprende, se frustra pero le implica mundos de nuevas posibilidades.
“En el arte no todo es color de rosa, porque a veces, mientras hago un cuadro, dibujo o hago una escultura en cerámica (una disciplina en la que empiezo a incursionar), tengo que batallar con la frustración cuando no sale lo que espero o quiero; cuando me atoro en una forma, en algún color, en la composición, en aterrizar una idea… y entonces tengo que detenerme, y escuchar”.
Con escuchar, Rocío se refiere al consejo de su padre, a las obras, a los sueños, a los universos que la habitan y exigen ser expresados con voz propia:
“Mi padre me decía que se establecía un diálogo entre la obra en proceso y el pintor. Que el pintor tenía que aprender a ‘escucharla’ para que ésta funcionara bien. En este diálogo, aprendí que el cuadro rechaza o pide cosas, que pueden ser, desde cuestiones de composición, color o estructura, hasta la forma de expresar los contenidos. Esto no lo entendía muy bien al principio, pero lo he venido aprendiendo con los años”.
Al morir su padre, ella tendría 20 o 21 años, presentaba su primera exposición en la Galería Jorge Martínez de la Universidad de Guadalajara. En aquel tiempo se quedó con esa única exposición, pues tuvo que ayudar al sustento familiar. Un bache en la vida, dejó la pintura para dedicarse al diseño. Este desvío duró algunos años hasta que su voz interna le reclamó más fuerte y más firme, le exigió despedirse de lo seguro y la impulsó a dejarse llevar. Regresó a lo suyo, a dibujar y a pintar un mundo surrealista.
“Crear ha sido para mí una experiencia de muchos contrastes: momentos de muchas satisfacciones y alegrías, pero también de muchas frustraciones y angustias (esa sensación desoladora de vivir al filo de la navaja cuando llegan las vacas flacas). De la presencia cálida y reconfortante de muchos amigos y personas en una noche de inauguración, pero también de largas horas de soledad en el taller. Momentos de certezas totales, pero también de incertidumbres espantosas... ¡como todo en la vida! Pero hay algo que tengo claro, no cambiaría por nada este camino que he elegido para mi vida”.
Se despide de mí, parpadea antes de entrar con su bici en uno de sus cuadros.