Regreso a Berlín
Al poeta José Emilio Pacheco, el olfato le decía si los libros eran buenos o malos. Yo estuve en una librería de Estados Unidos con él; olía los anaqueles y las narices le ordenaban lo que debía comprar o rechazar. A mí me ocurre con las ciudades lo que a él con los libros; me basta llegar a un aeropuerto o una estación y de inmediato sé si aquella ciudad me acepta o me resiste. Con Berlín supe al instante que podría vivir allí toda la vida y que también mi esqueleto reposaría feliz en tierra berlinesa. Estuve allá todo el año 1992 y ahora he vuelto apenas por tres días, también al Wissenschaftskolleg, para escuchar a un nuevo fellow, mi amigo Efraín Kristal, que va a escribir un libro sobre Borges. Nos explica con lujo de detalles lo que ya lleva avanzado y, no hay duda, será un ensayo lleno de revelaciones y sorpresas.
Aunque los veintiocho años han cambiado el aspecto de la ciudad -entonces estaba todavía en ruinas, sobre todo en el Este, y ahora crece y se reconstruye de manera desaforada-, sigue siendo el paraíso de la música, de los museos y del teatro: un formidable centro de cultura. Hace casi tres décadas, pasear por Unter den Linden hacia la Isla de los Museos, era andar entre ruinas; ahora, han reaparecido los palacios y las óperas, y mansiones suntuosas y a veces feas, como la Embajada rusa, que ocupa siempre toda una inmensa manzana. Entonces, el arquitecto italiano Renzo Piano había ideado la resurrección de Potsdamer Platz; recuerdo que traía buzos rusos, que trabajaban sumergidos en el agua, y regresaban a Rusia en avión para pasar los fines de semana con sus familias. Ahora Potsdamer Platz refulge en la noche con sus bellos y gigantescos edificios iluminados, uno de los cuales es el famoso Museo del Cine, y, otro, el Teatro Marlene Dietrich, a quienes los berlineses han perdonado, por lo visto, que durante la guerra cantara para los soldados norteamericanos...
No sé si existen en el mundo muchos centros como el Wissenschaftskolleg, pero, en todo caso, deberían abundar. Es un centro público, que invita cada año entre treinta o cuarenta investigadores de distintos países y disciplinas, por un semestre o un año, para que completen una investigación o terminen un libro. La única obligación que tienen es hacer una exposición ante los otros becados sobre lo que piensan hacer y, luego, almorzar dos o tres veces por semana con los otros investigadores. El año que pasé allí, el personaje más misterioso era un rumano; había sido profesor universitario en tiempos de Ceaucescu. Dictaba un curso marxista contra la religión, pero, según nos explicó, secretamente se convirtió a aquello que denostaba en sus clases y ahora era un experto en ángeles, es decir, un angeólogo. Nos hizo una exposición sobresaliente sobre la miríada de ángeles -y todas sus variantes y números- que pueblan el paraíso. Lo que nunca pudimos saber es si creía realmente en aquello que contaba. Veintiocho años después, me dicen que nadie ha conseguido averiguarlo todavía; eso sí, el rumano en cuestión ha sido desde entonces nada menos que ministro de Relaciones Exteriores de su país. Está clarísimo que, crea o no en ellos, los ángeles agradecidos sí creen en él.
Otro de los fellows, al que me encontraba todas las mañanas en el gimnasio, no era menos extraordinario. Había sido aceptado en Oxford, donde esperaba dedicarse a Egipto. Pero el arabista que era su maestro lo convenció de que se dedicara más bien al Sudán, país del que la universidad acababa de adquirir documentos muy antiguos. Así lo hizo. Y se convirtió, a juzgar por la bella exposición que nos hizo, en un extraordinario experto en ese país. Conocía su historia, su geografía, las variantes de su lengua. Pero no había pisado nunca el país fundamentalista al que había dedicado la vida, ni lo pisaría, pues era judío y, encima, israelí. Había volcado toda su ciencia y su vida entera a un país en el que jamás pondría los pies. Y no hay duda de que lo quería con todo su corazón. Hablaba emocionado de los sudaneses que, disfrazados y tomando mil precauciones, viajaban a entrevistarse a escondidas con él en Europa.
Nada más entrar al Kolleg, descubro a Eva, que nos daba clases de alemán, al amanecer. Pensé con terror si me iba a preguntar si todavía recordaba de memoria el poema de Goethe que, en los días de euforia, solía recitar a gritos. Pero no lo hizo, felizmente. Y también estaba allí, como venido del fondo de los siglos, quien dirigía la institución cuando yo estuve en ella: Wolf Lepenies. Ha pasado muchos años en el Instituto de Altos Estudios de Princeton, y ahora ha vuelto a Berlín como fellow de la institución que dirigió varios años con mano maestra. Filósofo, ensayista, políglota, Lepenies nos deslumbraba cada vez que abría la boca, y, sobre todo, cuando proponía algún brindis: lo hacía citando alguna idea o verso o frase que venía siempre al caso. No han pasado los años por él; sigue siendo el mismo de entonces, por lo menos en simpatía y versación. Él me presenta al novelista de este año, el búlgaro Georgi Gospodinov, y a la nueva directora del Kolleg, la historiadora Barbara Stollberg-Rilinger.
Una cosa que me impresiona es que todos los fellows de este año me parecen muy jóvenes; me dicen que hay, entre ellos, varios músicos y un médico que dirige un gran hospital en los Estados Unidos. Yo recuerdo que entre nosotros había un coreógrafo que enseñaba ejercicios de relajamiento en las noches. La institución repartía entradas para los conciertos, las óperas y las funciones de teatro. A mí me encantaban, sobre todo, aquellos espectáculos montados en Berlín oriental por jóvenes que armaban sus escenarios entre las ruinas, y que eran, por lo general, inmigrantes de los países del Este. Su presencia era un indicio de la pujanza y versatilidad de la vida cultural de la vieja capital alemana, que recobraba ya entonces, en el campo de la cultura, su condición de abierta al mundo, de ciudad multicultural y multilingüística.
Gracias a Wolf Lepenies pude estudiar y fichar muchos dibujos y grabados de George Grosz, dispersos en museos y galerías de Berlín. Ahí deben estar todavía, en alguna maleta olvidada, las muchas fichas de ese ensayo que nunca escribí sobre aquel virulento dibujante y pintor que, creo, encarnó mejor que nadie los años convulsos de Weimar. Trabajé mucho en él y hasta fui a visitar en Estados Unidos a uno de sus hijos, un músico de jazz, que me mostró cartas y hasta un álbum de familia de Grosz. De pronto, en este viaje, me entraron ganas irresistibles de retomar aquel proyecto, olvidado desde entonces. Pobre Grosz: se salvó de milagro de que los nazis lo mataran, enfurecidos con las feroces caricaturas que hacía de ellos. Fueron a su departamento, en Berlín, y él los recibió amablemente, haciéndose pasar por el mayordomo del pintor, y aprovechando esa confusión para escapar por la ventana. En Estados Unidos, el terrible Grosz se suavizó y perdió el odio y la furia que lo hacían pintar. Se volvió bueno y sus cuadros perdieron la pugnacidad y virulencia de antaño. Regresó a Berlín sólo en 1945. Y, aquella noche, festejado por los amigos, bebió sin límites; al volver al piso que le habían prestado, se desbarrancó en las escaleras y el guardián lo encontró muerto a la mañana siguiente, en el sótano, de los golpes que se dio.
Grunewald, el bosque de Berlín en el que está el Wissenschafskolleg, no ha cambiado tanto como el resto de la ciudad. Ahí están los lagos, los árboles, ahora pelados por el invierno, las bandadas de tordos que resisten el frío y, por supuesto, los corredores que se enfrentan a los vientos atroces y a las heladas. Caminé muchas veces por este bosque en aquel año y fui dando forma a ese enjambre de fichas que me permitieron recordar y describir la campaña electoral que, por tres años, me tuvo lejos de mi máquina de escribir y de los libros, mi verdadera vocación. Volví a ella y por eso siempre he tenido una enorme gratitud a aquel año berlinés. Este rápido viaje, treinta años después, es un buen momento para recordarlo.
Berlín, febrero de 2020.
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