¿Quién podrá defendernos?
A no ser que el sucesor del mítico “Chapulín colorado” se manifieste, y blandiendo su chipote chillón se yerga como atolondrado paladín de la justicia, no veo quién pueda comprometerse en la defensa de los desposeídos de su auto por más de un mes de arbitraria dilación, a causa de una reparación que nunca llega a buen término. Casi pienso que primero se acabará el año, antes de que los facultados para el efecto honren el compromiso que se echaron de reintegrarlo a su legítimo dueño, ora mi señor esposo, en el lapso que ellos mismos estimaron y que nomás es hora que no le llega.
Para hacer un somero bosquejo del asunto, me permito relatarles que el ambiente citadino todavía olía a muerto recién festejado, cuando un atrabancado mozalbete escogió una lateral de ingreso a la transitada avenida López Mateos, en plena hora pico del mediodía, para aventarse con audiencia garantizada una vistosa carambola de tres autos en la que el automóvil de mi cónyuge hizo las veces del jamón. Por esa eventualidad que me he pasado agradeciendo desde que aconteció, no obstante el calibre del amarrón, mi chofer particular no quedó en calidad de lechuga, si acaso como parte del batidero de ingredientes sujetos a un reacomodo sin severas consecuencias. Ojalá lo mismo pudiera decir de nuestra venturosa relación conyugal que, a pesar de haberse sostenido por cuarentaitantos años, la zarandeada le ha sido tan adversa, que a punto está de colapsar por incompatibilidad de rumbos, horarios y calendarios que dependen de que cada cual cuente con su independencia automotriz y cuando ha transcurrido más del mes estimado y los cempasúchiles han cedido su aromática influencia a las nochebuenas, la unidad que podría redimir nuestros desencuentros no tiene para cuándo aparecer.
El primer argumento que debimos apechugar fue el que, cuando el carro estaba ya desarmado y listo para ser intervenido, responsabilizaba a la aseguradora de tomarse más de quince días para proporcionar las autopartes de reposición; luego, otros cinco para subsanar la dificultad de alinear la carrocería, seguidos de la semana durante la que el pretexto fue que ya nomás faltaba pintar y armar la zona dañada y que la entrega tendría lugar en alguno de los siguientes siete días que transcurrieron hace catorce, sin más novedad que la referida a que nadie sabe dar razón del asunto, salvo el encargado que lleva otros cinco saliendo a “probar” autos.
A estas alturas, debidamente harta de la coyuntura, lo único que cruza por mi desgreñada testa, que a fuerza de tantos desesperados tirones a punto está de quedarse baldía, es que cuando en nuestros esquemas políticos abundan por tantos y tan diversos motivos, me aboque muy seriamente a la posibilidad de lanzar y secundar una iniciativa dirigida a la instauración de la FEDUSALARECO (Fiscalía Especializada para la Defensa de los Usuarios de Servicios de Aseguradores, Lamineros, Restauradores y Conexos) que convierten el incumplimiento en un deporte nacional y vuelven la espera desesperada un auténtico delito, con repercusiones que ninguna póliza de seguro cubre.
¿O nos irán a pagar el costo de los taxis y ubers empleados por más de un mes, por trayectos que incluyen desplazamientos hasta la barranca de Oblatos, y a compensarnos económicamente por el desgaste físico, mental y emocional que semejante danza conlleva, además de las comidas que la falta de tiempo obliga hacer fuera de casa? Juro que si llego a Navidad sin haber recuperado mi autonomía automotora, le secuestro un reno a Santaclós, con todo y trineo.