Quien forja una línea escrita, debe sudar
¿De qué manera celebrar los 458 años del nacimiento de William Shakespeare? Le he estado dando vueltas desde hace algunos días. Primero, se me ocurrió escribir un texto sobre la moda y el estilo de vida de su época asociado a uno de sus Sonetos; luego, pensé que sería mejor expresarle mi gratitud por todo lo que he ganado desde que empecé a leer sus obras al inicio del milenio y que, apenas ayer, literal, terminé de corregir un manuscrito de poco más de cuatrocientas páginas sobre Las mujeres en las obras de Shakespeare, antes de mandarlo al editor y poder empezar otro explicando los talleres de liderazgo que ofrezco desde hace catorce años, en donde asocio todo lo que se puede asociar para nuestro tiempo con las características del liderazgo de Enrique V y de Próspero en La tempestad.
Mejor agradecerle lo que he ganado con la lectura de sus obras, que ha sido un parteaguas en mi vida, en donde he logrado conocer las diferentes facetas del hombre y de la mujer que, finalmente, se revierten en el mejor conocimiento de uno mismo.
Ben Jonson, uno de sus contemporáneos, escribió lo siguiente en el Prólogo del First Folio publicado en 1623:
“Para no incitar envidia por el nombre (Shakespeare), ¿estoy siendo demasiado liberal con tus libros y con tu fama cuando confieso que tus letras son tales, que no hay hombre ni musa que las pueda alabar suficientemente? Esto es verdad y todos los hombres lo atestiguan. Pero estos caminos no eran los senderos de los que hablaba cuando comencé a alabarte…”.
Fueron amigos, competidores en los escenarios, hasta que Jonson se dio cuenta que Shakespeare tenía éxito porque “la naturaleza misma estaba orgullosa de sus designios y se regocijó al usar las vestimentas de sus palabras que estaban tan ricamente tejidas y tan bien ajustadas que, desde entonces, no se dignaría ningún otro ingenio”.
He tratado de llegar al fondo de cada una de sus obras y de sus personajes, y cada vez que vuelvo a leer alguna de ellas, después de echarme un clavado, salgo a flote rascando la superficie, disfrutando cuando visualizo, imagino e incorporo los paisajes, como el bosque de Arden con Rosalinda, la jovencita que es una maestra del amor y de la vida; o la Nodriza adorable, como la nana que tuvimos, con quien comparto su tristeza y soledad, una vez que su niña se quitó la vida; y cuando acudo a Hamlet, pienso en Ofelia y la imagino esa madrugada, después que el príncipe había visto a la media noche al fantasma de su padre exigiéndole que vengara su muerte, él había salido a la madrugada para estar con Ofelia y poder desfogar su angustia, tal como nos pasa cuando vemos de cerca la muerte y nos dan ganas de hacer el amor.
“Quien forja una línea escrita, debe sudar y dar hasta dos golpes en el yunque de las musas, para volver al recinto que quiere forjar…”.
“Lo busqué, lo busqué y no lo busqué”, como dicen mis amigos yucatecos, hasta que, a los sesenta años bien vividos, empecé a leer sus obras como divertimento que resultó una gloria, cuando pude entrar por la puerta principal de cada una de ellas o de sus Sonetos y, si estoy fortalecido, volver a leer La violación de Lucrecia porque, ¿les digo una cosa?, duele, duele hasta el alma ese poema lírico al que sólo le falta acompañarlo con música, tal como lo tradujeron Fátima Auad y Pablo Mañé para Ediciones 29 en el 2001.
El 23 de abril de 1564 nació William Shakespeare en Stratford-upon-Avon, en ese pueblo donde un día caminé por la orillas del Avon como si lo acompañara para entregar uno de los guantes que hacía su padre, viendo, oyendo y oliendo todo lo que lo rodeaba.
“¡Dulce cisne de Avon! ¡Qué visión sería verte aparecer en nuestras aguas, y hacer esos vuelos sobre los bancos del Támesis que arrebataban a Eliza, y a Jacobo!”.
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