No fue un sexenio catastrófico
El populismo de izquierda llegó a nuestro país en 2018 y, junto con él, los pronósticos de catástrofe. México iba enfilado a convertirse en otra Venezuela, y López Obrador era la reencarnación de Hugo Chávez, se decía. Sin embargo, a estas alturas sabemos que no sucedió porque, a pesar de las semejanzas entre ambos líderes, México no es Venezuela.
López Obrador efectivamente entra en el perfil de los clásicos caciquismos de izquierda latinoamericanos aunque, finalmente, no se convirtió en uno. “Cacique”, palabra proveniente de América Latina, es aquel que ejerce un “poder abusivo” en una colectividad, de acuerdo a la Real Academia Española. El presidente de la República llegó por medios democráticos al poder y su presidencia tuvo altas dosis de autoritarismo, observable en los ataques continuos a todos los contrapesos políticos. Nadie se salvó: ni los contrapesos formales como el Poder Judicial, los partidos políticos de oposición y los organismos constitucionalmente autónomos, hasta los informales como las cúpulas empresariales, las burocracias profesionales y los medios de comunicación. Hubo reputaciones destruidas sin ton ni son, y calumnias constantes a diestra y siniestra.
Sin embargo, hubo dos contrapesos que balancearon la intentona autoritaria del presidente. El primero y más importante de ellos fueron precisamente las instituciones formales propias de toda democracia. Si el presidente tenía un gusto por la democracia directa (tendiente a la demagogia), las instituciones de la democracia indirecta se interpusieron en su camino. Un claro ejemplo fue el intento de destrucción del Instituto Nacional Electoral (INE) y la elección por voto popular de los consejeros electorales: el instituto promovió una controversia constitucional ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), la cual otorgó una suspensión, poniendo así un alto a la pretensión presidencial. Por otra parte, los partidos políticos de oposición impidieron diversas reformas legislativas del Poder Ejecutivo, como el regreso al monopolio estatal en materia de electricidad. Ni hablar de la militarización de la seguridad pública, donde la Suprema Corte rechazó la adscripción de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA).
Pero hubo un segundo contrapeso, menos visible pero sumamente efectivo: el Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC). Si el andamiaje jurídico, comercial y de relaciones personales pesaron para el populismo derechista de Trump, también lo hicieron para el populismo izquierdista de López Obrador. El primero quería romper con el tratado, y no pudo hacerlo; el segundo se opuso históricamente a él, y terminó por aceptarlo. Si el presidente mexicano tenía en mente regresar a los años del monopolio energético mexicano, el tratado ha sido un factor fundamental para frenarlo.
¿Qué hubiese sido de una presidencia lopezobradorista en un México con pocos contrapesos democráticos, sin un tratado comercial y con un Pemex nadando en petróleo? Solo basta ver lo sucedido en Venezuela, o en el México de los setentas. Pero ese México, para el infortunio del presidente pero la fortuna del país, ha quedado en el pasado.
Fernando Nuñez de la Garza
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