Mala de Malolandia
Reconozco que mi maldad no tiene límites, y que hasta el riesgo me estoy corriendo de que los entes regaladores de la temporada me ignoren o me borren de su lista, porque solo una arpía desalmada sería capaz de tronchar las buenas intenciones de un prójimo tan empeñoso y chambeador, como suele ser un promotor de servicios bancarios, telefónicos o de entretenimiento, que lo que menos merece es exponerse a que una vieja agria, como yo no era pero me he vuelto, gratifique su entusiasmo y cortesía con cajas tan destempladas como la irritación que me provoca su persistente terquedad.
Pero es que ya no encuentro la manera de sacudirme a la pléyade de interlocutores telefónicos que durante el más reciente mes me han adoptado como el blanco de sus pretensiones mercadológicas, sin más propósito que el denodado afán de trastocar mis mustios ingresos para volverlos redituables egresos a favor de las compañías que representan.
Hasta donde me da la memoria, no recuerdo haber contratado recientemente a un publicista que me hiciera propaganda o que me anduviera recomendando como sujeto ampliamente solvente y ferozmente adquisitivo. Que yo sepa, a nadie he confiado que necesite un nuevo equipo o una línea extra de telefonía celular. Ninguno de los míos sospecha siquiera que ande deseosa de ampliar la velocidad de mi servicio de Internet o de aumentar la oferta televisiva que (por culpa de Netflix) ni de tiempo dispongo para ver. A los cuatro vientos he divulgado que no deseo nunca más volver a poner en acción el poder de mi firma para asegurarme una siguiente e interminable tanda de calambres, toda vez que la buena administración económica no es mi fuerte, y que la compradera constituye mi mejor antídoto para conjurar cualquier pesadumbre o conato depresivo.
De modo que no sé de dónde sacan estos ignotos individuos, quienes requiriéndome puntualmente por mis generales, me acosan hasta a deshoras y en días festivos para enfatizar que gracias a las excelentes recomendaciones que quién sabe quién diablos anda dando de mí, porque seguramente no me conoce, mis referencias son tan impecables y halagüeñas, que resulté seleccionada para convertirme en su cliente potencial idóneo para engancharme con sus mercaderías. No saben cómo desearía que al primer desaire verbal que les manifiesto con toda la claridad posible, se dieran por enterados de que, aunque aprecio y valoro su empeño, no me siento dispuesta a dejarme planchar la oreja con sus peroratas, aunque cuenten con promociones especiales, extensiones adicionales, con la tasa más baja del mercado, sin cuotas de apertura y extensos beneficios inimaginables.
Estos incansables merolicos posmodernos deben contar con alguna suerte de bloqueadores auditivos y blindaje psicológico porque, o no escuchan los razonamientos ajenos, o les vale gorro interrumpir la comida, ignorar la prisa, soslayar la urgencia o desestimar el absoluto y rotundo rechazo a sus ofrecimientos. Sé que todos ellos honran sus horas de trabajo y que, muy posiblemente, con cada incauto que dobleguen aumenta su comisión. Sé que la vida es dura, que la crisis arrecia, que los campos laborales no abundan y que los humanos persistimos en el insostenible vicio de comer tres veces al día, todos los días. Pero los promotores de lo que sea, por la vía telefónica, me han hecho darme cuenta de lo incomprensiva, intolerante y mala persona que soy.