La inteligencia artificial y la desigualdad
El uso de la Inteligencia Artificial (IA) está transformando profundamente muchas actividades productivas a nivel global. Este avance puede compararse con la irrupción de Internet en los años 90, cuando la llamada “supercarretera de la información” generó una reconfiguración económica sin precedentes, dando lugar a la economía digital. En pocos años, se disparó la productividad, el acceso a la información se volvió global y la tecnología cambió radicalmente nuestra vida diaria, desde dispositivos móviles hasta nuevas aplicaciones industriales. Sin embargo, ninguna otra innovación ha mostrado un impacto tan profundo y disruptivo como el de la IA generativa, que permite que hoy existan asistentes que no sólo colaboran con nosotros, sino que pueden tomar decisiones y generar contenido por su cuenta.
La aparición de Internet en los 90 también trajo consigo una nueva forma de desigualdad: la brecha digital, producto de la falta de acceso a la red. Aún hoy luchamos por cerrar esa brecha, buscando que el acceso a Internet sea universal, e incluso se ha declarado como un derecho fundamental en algunos países, como Finlandia. Sin embargo, justo cuando empezábamos a hacer progresos en este ámbito, ha surgido una nueva brecha: el acceso y uso de la IA generativa en las actividades productivas. Esta tecnología, en cuestión de meses, ya está transformando sectores clave, y plantea enormes desafíos para los responsables de tomar decisiones en política y economía.
Muchos aún son escépticos respecto al impacto real de la IA generativa. Algunos piensan que estamos lejos de ver cambios significativos en la vida cotidiana, pero la evidencia apunta a lo contrario. La velocidad con la que se está implementando esta tecnología es tal que podría dividir a las empresas y profesionales en dos grupos: aquellos que logren aprovecharla eficazmente y aquellos que se queden rezagados. Este desequilibrio creará disparidades competitivas importantes, afectando no solo a las empresas, sino también a los trabajadores, cuyos salarios podrían vincularse más estrechamente con su productividad, monitoreada y gestionada por IA.
El caso de la abogacía es particularmente revelador. Históricamente conservadores, los abogados no han estado exentos de esta transformación. Hace poco, el abogado Steven Schwartz, del bufete neoyorquino Levidow, Levidow & Oberman, fue objeto de burla por utilizar ChatGPT para preparar una presentación judicial, lo que resultó en un fiasco. El problema no fue la tecnología en sí, sino el uso inapropiado que se le dio. Según un informe del banco Goldman Sachs, citado por The Economist, hasta el 44% de las tareas jurídicas podrían ser realizadas por IA, un porcentaje mayor que en cualquier otra ocupación, salvo el apoyo administrativo. Hoy en día ya existen asistentes jurídicos basados en IA que investigan, analizan argumentos y construyen escenarios de litigio. Algunos desarrollados por empresas externas, otros por grandes despachos legales. Esto sugiere que el uso de IA en el derecho no sólo es posible, sino que se está expandiendo rápidamente, especialmente porque reduce la necesidad de investigación manual y permite a pequeños grupos procesar grandes volúmenes de información de manera eficiente.
La IA también podría jugar un papel clave en la justicia misma. Los jueces, que a menudo deben lidiar con sus propios sesgos y emociones, podrían beneficiarse de herramientas basadas en IA que les ayuden a tomar decisiones más objetivas y equilibradas. A este respecto, vale la pena mencionar la película “Justicia Artificial”, dirigida por Simo Casal, que aborda precisamente este tema: ¿podría la IA reducir los errores humanos en los procesos judiciales?
Volviendo al impacto en la desigualdad, el uso de IA en el derecho, y en muchas otras profesiones, abre nuevas preguntas. ¿Será esta tecnología un motor de mayor productividad y eficiencia, o simplemente aumentará las brechas existentes entre quienes tienen acceso a ella y quienes no? Aunque el futuro es incierto, lo que está claro es que la IA está reconfigurando ya no sólo la industria tecnológica, sino también el panorama laboral y profesional en todo el mundo. La tarea para los tomadores de decisiones es clara: deben diseñar políticas que minimicen los efectos negativos de esta nueva brecha tecnológica y maximicen su potencial para mejorar la vida de todos. El desafío está en garantizar que la IA no profundice las desigualdades, sino que sea una herramienta para cerrar las distancias y mejorar la justicia social.
Este es sólo el comienzo de una revolución tecnológica que promete transformar profundamente nuestras vidas y nuestras sociedades. La forma en que elijamos abordar estos desafíos definirá si la IA será recordada como una herramienta de progreso o como un motor de desigualdad.
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