La inminencia
Hay surtido rico de razones, de posturas para dictaminar que este 2 de junio de 2024 será histórico. Por la cantidad de votantes empadronados y por el número de puestos que están en liza. Porque se juega la configuración política, social y económica de la República; sea que la transformación en la que se empeñó este régimen continue, sea que los electores la trunquen. La dosis de importancia la aportarán las clases medias y las mujeres y hombres jóvenes que masivamente se mostrarán en las urnas, con una especie de “ya basta” que dará la vuelta al mundo. En sentido contrario, lo de hoy quedará como un hito en los libros de texto del porvenir porque una mayoría similar a la de 2018 volverá a exhibir su deseo porque perdure la involución populista en la que estamos embarcados. La trascendencia de lo que sucederá hoy tendrá que ver con el comportamiento de instituciones como el INE o el Tribunal Electoral, comparsas de una de las facciones en competencia o democráticamente autónomas. O bien, la historicidad de estos comicios estará dada por el rumbo que tomen la voluntad del presidente y sus rivales, aceptar o no los resultados; y por la intervención del crimen organizado, que puede marcar indeleblemente la “fiesta cívica”.
Al final, lo hechos más visibles y también los aparentemente menores, toman rumbos peculiares y terminan por ser usados en narraciones que explican acontecimientos que a su vez serán origen -al menos en los recuentos aceptados como históricos- de otros en el futuro. Un ejemplo, nítido y patético ¿quién recuerda al repostero Remontel, domiciliado en Tacubaya, en la ciudad de México, en 1838? Su reclamo por el consumo que algunos militares mexicanos hicieron de sus postres, sin pagar (como corresponde a los oficiales con mando), desembocó en lo que conocemos como La guerra de los pasteles, con buques franceses y toda la cosa en Veracruz, durante ocho meses, que cambiaron el derrotero del país. Por supuesto, de fondo hay más que los famosos pasteles, mucho más, pero el caso es que Remontel, ni quienes lo rodeaban, no calcularon que su exigir una indemnización acabaría siendo histórico. Hace veinticuatro años, bueno, veintitrés y once meses, supusimos que el 2 de julio de 2000 quedaría inscrito en los anales de la Patria como inolvidable, meritorio de fiesta nacional: ese día, mediante las elecciones, sucedió el portento “sacar al PRI de Los Pinos”; quedó anotado nomás en el devenir del sistema político de México que, contra lo que se esperaba, mudó muy poco luego del episodio, y su protagonista, Vicente Fox, está arrumbado en el desván de los personajes, digamos, curiosos.
Sin embargo, hay un aspecto de lo que podría pasar hoy que redundaría histórico: una votación insólitamente masiva. No por montarnos en la ola superficial que arrastra a inferir que lo mucho está directamente relacionado con lo bueno o porque eso, la multitud votando, lleve a ganar a un partido u otro, sino porque los mensajes de un evento así, serán: las mujeres y los hombres de este país, desde las urnas, dieron un golpe sobre la mesa para ser parte de las decisiones que afectan a todos; otro, directo para la clase política y quienes la orbitan: la gente renegó de la indolencia que se refleja en la abstención, es decir, en esta ocasión la baja participación no equivaldrá a una patente de corso para que los gobernantes hagan lo que quieran, y así, habrá otro mensaje para el INE y el Tribunal: su responsabilidad al contar y sancionar las elecciones es únicamente con los ciudadanos, representados por la Constitución y la leyes complementarias, no con individuos, por poderosos que se pretendan, aunque se llamen a sí mismos salvadores, redentores o similares.
Hay un elemento común a aquello que al cabo consideramos histórico, depende no únicamente de quienes en un tiempo próximo cuenten lo que sea que ocurra hoy y a partir de hoy, sino de la perspectiva desde la que miren las y los cronistas de lo cotidiano, periodistas y opinadores, la mayoría historiadores de lo efímero. ¿Nos mantendremos solamente en el registro de lo que hacen y dicen las y los políticos y desde ellos y sus decires y sus andanzas haremos un balance del estado de la República, de la libertad, los derechos y la democracia? ¿O miraremos en el sufragar de cada electora, de cada elector, el valor de la libertad y de los derechos, aún vigentes? Para que los ya dichos mensajes lleguen a quienes todavía anhelan valerse de la noción patrimonialista del poder público, para gobernar y medrar (que para ellos son sinónimos).
El mecanismo del que tenemos memoria funciona más o menos así: ganó zutana, ganó mengana, o fulano o perengano, y a lo que sigue: la gente a hacer su vida como pueda, y los gobernantes a discursear y buscar pretextos para no hacer lo que deben hacer, hasta en tanto comienza el siguiente proceso electoral y simular, otra vez, por un lapso breve, ser parte de una república.
Pensándolo bien, quizá todo lo de hoy y sus secuelas será histórico, aunque la votación no sea lo masiva que algunos soñamos; a condición de que incluyamos al grueso de abstencionistas (por la razón que tengan) y los convirtamos en parte del análisis, insistimos, más allá de quienes ganen. Convirtamos el acontecimiento en el reclamo de la deuda por unos pasteles metafóricos que unos abusivos, reales, se han estado comiendo sin pagar, y pongamos un cerco, por lo pronto narrativo, a un metafórico Veracruz hasta que las demandas de los más, de los menos y las de los no incluidos sean saciadas.