Ideas

La alegría de los seres vivos

Hacía tiempo que no leía una obra tan bien escrita como El primer hombre, de Albert Camus (Tusquets, 1994), donde nos cuenta su infancia en una novela en clave, publicada directamente del manuscrito encontrado en el portafolio que llevaba consigo el 4 de enero de 1960 cuando iba por la carretera de Borgoña -en un Facel Vega, coche de lujo francés con motor V8 de Chrysler- que manejaba su amigo el editor Michel Gallimard a gran velocidad en una recta sin obstáculos cuando se reventó una llanta para chocar contra un árbol y que Camus muriera al instante.

“En resumen, voy a hablar de aquellos a los que quise. Y sólo de eso. Alegría profunda”. Eso fue lo que decidió hacer antes de ponerse a escribir lo que treinta años después publicó su hija Catherine y que ahora disfrutamos de esa alegría profunda cuando habla de sus seres queridos como de su madre “a la que le daba un beso afectuoso y distraído, cuando estaba con la mirada perdida en la calle, a la corriente de vida que fluía infatigable debajo de la orilla donde estaba ella.”

También nos cuenta cuando encontró la tumba de su padre ¿el primer hombre?, un alsaciano que murió en 1914, recién empezada la Primera Guerra Mundial, después de haber sido enviado desde Argelia con los Zuavos, carne de cañón, para que ese mismo año lo enterraran en Saint-Brieuc, Francia, donde su hijo finalmente encuentra su tumba sin saber nunca cómo es que era su padre.

Su infancia la pasó en la pobreza total. Sobrevivió en un barrio de Argel viviendo con su abuela, su madre y su tío. El libro está tomado directamente del manuscrito, sin haber podido darle una segunda leída.

Comprobamos el don que tenía Camus para escribir como con este libro que no tuvo tiempo de corregir pero que tiene unas escenas tiernas, alegres, bien desarrolladas de la infancia de Camus a quien le otorgaron el Premio Nobel de Literatura en 1957.

Dice que tenía “un apetito de vida devorador, una inteligencia arisca y ávida con la que trataba de comprender, de saber, de asimilar ese mundo que no conocía, pero con tal seguridad que sabía podía conseguir todo lo que quería y que nada, jamás, en este mundo y sólo de este mundo, le sería imposible, preparándose para encontrar su lugar en todas partes, aunque no deseaba ningún lugar, sino sólo la alegría de los seres libres, así como la fuerza y todo lo que de bueno y de misterioso tiene la vida”. Además, le gustaba el fútbol y fue portero del Racing Universitaire d’Alger de 1928 hasta que le diagnosticaron tuberculosis en 1930.

Las escenas son claras: su casa y su barrio; la escuela primaria y su maestro Louis Germain, factótum en su vida, a quien le agradeció cuando recibió el Premio Nobel; los chiquillos jugando por las calles de Argel y, al atardecer, nadando en el mar; la abuela materna que mantenía el orden a varazos, no sabía hacerlo de otra manera. Su madre, sorda y analfabeta, tierna y adorable que nos estruja el alma cada vez que nos cuenta cómo es que se acerca a ella, que se la pasa viendo por la ventana pasar la vida. En una ocasión, después que lo castigó su abuela, la madre lo consuela con un “ya pasó, ya pasó”, que nos conmueve.

Su tío Étienne, hermano de su madre, la acompaña toda su vida sin importar que fuese sordo mudo. Es simpático y bonachón, siempre al lado de Brilliant, su perro del que no se separa ni de milagro. Esto que pudo ser una tragedia, Camus la convierte en una historia de amor, tierna y sobre todo, humana.

El Premio Nobel creció sin ayuda y sin auxilio “en la pobreza, en una orilla feliz y bajo la luz de las primeras mañanas del mundo” esas que, medio siglo después, nos iluminan un poco la vida.

malba99@yahoo.com

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